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Foto del escritorLlamas, J.M.

Toda la carne en el asador.

Actualizado: 18 feb 2021


(Crónica enviada a la Cadena Ser después de clasificarnos para cuartos de final de la Clericus Cup en 2015).

El domingo fue un día grande para la España de los curas en Roma, para el equipo del Colegio Español que, hincando los codos cada día entre los libros, en esta etapa de estudio que nos ha tocado vivir dentro del sorprendente sendero de la existencia, no hemos querido, desde luego, hincar la rodilla por tercera vez en la Clericus Cup. A la tercera, por fin, ha ido la vencida.

Y eso que cualquier pensador del balompié con un mínimo de sentido común nos hubiera mandado a casa nada más vernos llegar al campo de fútbol el primer día, por razones obvias: nos sobran años y kilos, o, como nos decimos para animarnos antes de los partidos, “¡Vamos, quillo, que tenemos más peso específico y más experiencia que ellos!”.

Pero este año las cosas han cambiado. Somos el único equipo de curas que queda vivo en esta competición organizada para los sacerdotes y seminaristas que están estudiando en la Ciudad Eterna: hemos llegado, sudando y cantando, a los cuartos de final, donde solo llegan los menores de treinta, por primera vez en nuestra historia. Ahí es nada. Quedaba una única ficha para apostar en el tablero: teníamos dos puntos, después de haberle ganado en los penaltis al Colegio Pío-Latinoamericano. Ellos tenían cuatro. O ganábamos a Brasil, un equipo con mucho toque y un saco de años comparable al nuestro, o volvíamos, una vez más, a casita a las primeras de cambio. Los dos partidos se jugaban al mismo tiempo. El aire se podía cortar, además de por la tensión de las almas, porque hacía más frío que en el velatorio del sobrino de Drácula. Sobre todo para aquellos a los que nos tocaba chupar banquillo.

Tener a la mejor afición del campeonato ayuda a entrar en calor: la mayoría de los compañeros que no juegan al fútbol estaban allí animando, junto con las cocineras, los encargados del Colegio y algunos que habían llegado invitados, también para alzar sus voces. Entre todos formaban una escandalera tal, que por momentos creíamos estar en pleno Vicente Calderón. ¡Qué grandes!

La cosa no pudo empezar peor. El Pío-Latinoamericano, que jugaba contra el “coco” del grupo, el Istituto San Pietro, marcó gol al minuto de juego. Si ganaban, daba igual lo que hiciéramos. Pero quedaba mucho tiempo, y mucho sufrimiento. La primera parte fue dura. Veíamos menos la portería contraria que Marco a su madre. Eso sí: en defensa estábamos fuertes. Las pocas ocasiones de los brasileños se estrellaban contra el muro de Fernando, Moriana, Serafín y David, y si algún balón se escapaba ahí estaban las manos de Isaac, el Gato de Huelva, para quedarse con el balón.

En esto, llegó el claro penalti a favor de nuestro equipo. Dani se dispuso a tirarlo. Miró, golpeó, y paradón del portero. Iván, nuestro espigadísimo delantero, cogió el rebote, pegó un cabezazo y la mandó más allá de la cúpula de Orión. No pudo ser. No importa, eso pasa en las mejores familias: y si no, que se lo digan al Madrid. La afición arreciaba animando, sabiendo que lo peor que podía pasar era que el equipo perdiera la esperanza. Desde el banquillo también animábamos, tanto que tuvo que venir el árbitro, con muy poca gracia, a decirnos que, o nos callábamos, o nos íbamos. No nos fuimos. Al contrario, Iniesta, nuestro Ingeniero particular, y Juanma, el Padrino del equipo, se encargaban de poner las cosas, y a los jugadores, en su sitio.

El descanso sirvió para apretar algunos tornillos. Teníamos que tirar más a portería. Teníamos que hacer el único juego de que somos capaces: pelotazo desde la defensa, y a jugar arriba. Cholo Time. El segundo tiempo fue otra cosa. Tuvimos oportunidades para alicatar tres cuartos de baño y dos cocinas, pero la pelotita no quería entrar: zapatazos desde fuera del área, cabezazos después de pases espectaculares... Entre el portero y la mala puntería no había quien cambiara el resultado-gafas del marcador. Nos quitaron un gol legal, de Iván, por una falta a todas luces, o por lo menos a las nuestras, inexistente. Poco después su portero sacó un balón de dentro y el árbitro miró para otro lado. A ellos, la verdad, también les quitaron un tanto gracias a una falta, por decirlo de algún modo, distraída. Desde el banquillo, un grito que se repetía: “¡Vamos! ¡La siguiente, entra!”. Al Pío-Latinoamericano le habían caído ya siete goles. Teníamos que marcar. Ahora sí se movía el esférico en campo contrario. Luis, medio-centro defensivo, cortaba y sacaba balones; Dani y Aquilino los subían con calidad; Jean Claude corría una banda, y José Manuel la otra; Iván, medio lesionado, esperaba arriba un ansiado pase para poder enchufarlo a la red. Y en esto llegó el momento culminante: pase atrás de Iván, tiro cruzado de José Manuel Rodríguez, y ¡goooooooooool! ¡Gooooooool de España! Quedaba todavía tiempo. Había que defender. Aún tuvimos algunas ocasiones, pero lo esencial era dejar nuestra casa limpia de pelotas. Salió Emilio para sustituir a David, que se había reventado corriendo. Salió el Miope Malaguita, Llamas, para sustituir al goleador, con una sorpresa mayúscula: después de tres años creyendo que no podía jugar con las gafas, al árbitro las lentes le importaban un pepino en vinagre, así que, por primera vez en la Clericus Cup, tenía bastante visión de juego. A defender tocaban. Por último, Job sustituyó a Jean Claude, el Grande del Congo.

El partido terminó con una falta, tan existente como la del gol anulado a Iván, en nuestra contra. La defendimos con uñas y dientes, y llegaron los tres pitidos finales. Una ola de espasmódica algazara recorrió el lugar, una ola que se extendió hasta llegar al Colegio Español, donde, durante lo que quedaba de tarde y parte de la noche, pusimos, de nuevo, toda la carne en el asador.

La barbacoa nos esperaba. Chuletas, choricito, alitas, picoteo, cerveza y sangría nos acompañaron, aunque era imposible estar más alegres de lo que ya veníamos tras la gesta. Cantamos, charlamos, recordamos cada minuto de juego y, después del Partido de la Jornada, que ya habíamos vencido, llegó el segundo encuentro más importante del día, el Barça-Madrid. Pero ya daba igual quién ganara. Como si querían perder los dos. Fuimos a verlo dispuestos a, simplemente, disfrutar juntos de buen fútbol. Sin duda, lo mejor de esta clasificación no ha sido el juego, que da de sí lo que da de sí, ni el haber ganado, aunque no es lo mismo, está claro, ganar que perder. Lo mejor ha sido la fraternidad que se ha creado entre todos. Los que jugamos, y los que ponen el corazón animando como campeones. Porque el fútbol, cuando se vive como lo que es, un deporte de equipo, une, hace grupo, ayuda a pensar más en nosotros que en mí. Y cuando eso pasa, da igual pasar a cuartos, aunque pasando a cuartos se ve el césped un poco más brillante; aunque, la verdad, no importa lo que brille el césped. Lo importante es verlo juntos, en familia. Como Dios. Porque Dios, sin duda, Es Familia.

Llamas, J.M.

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