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Estuve cien años cavando mi fosa
y aún no tengo el epitafio de la losa.
091. El lado oscuro de las cosas.
Juan tenía mucho trabajo acumulado. Eso de ser un hombre de negocios era realmente asfixiante, y el estrés se le pegaba a las costillas embadurnadas de grasa a pesar de las horas semanales de gimnasio. Bregar con un montón de empleados holgazanes que no sabían apreciar el valor de sus trabajos, cosa inexplicable para él, que cargaba con todo el peso de la empresa, era harto agotador.
Pero no se podía quejar. Se había labrado un imperio que aumentaba día a día, un futuro prometedor y un fasto que lo acompañaría para siempre. Pensando, como tantas veces, en sí mismo, se retrepó en el sillón de cuero y se dispuso a acabar el día besándose el alma. Una voz al otro lado del interfono lo sacudió de su sueño.
– ¿Señor? Tiene una visita de última hora.
– ¿Una visita? -contestó Juan a la dulce voz de la secretaria- No recuerdo haber citado a nadie a estas horas.
– Dice que es urgente, que es un asunto muy importante para su vida -dijo la voz.
– Está bien, Susi. Hazlo pasar, pero no tengo mucho tiempo -contestó, con cierta curiosidad.
La puerta se abrió, y ante él apareció un personaje que respondía al interés manifestado. Completamente vestido de negro, sonrisa amplia pero fría y mirada perturbadoramente lejana, el tipo se sentó directamente, sin esperar ninguna indicación.
– ¿Nombre? -preguntó Juan, visiblemente molesto.
– Finiquito Tánatos Ocaso -dijo el tipo.
– Extraño nombre -apostilló Juan, riendo irónicamente para sus adentros. Aquel tipo parecía un loco sacado de un cuento de Poe-. ¿Y qué le trae por aquí, señor Finiquito? ¿Algún asunto de crucial importancia para esta, como puede admirar, próspera empresa?
– A decir verdad -dijo Finiquito-, el asunto que me trae aquí no es exactamente importante para esta empresa. Yo diría que es esencial para usted. Esencial y último, me permito añadir.
– Ajá. ¿Y en qué sentido es último, si puedo preguntar? -preguntó, de hecho, Juan.
– En el sentido último de esta palabra, caballero. Yo soy la muerte -sentencia pronunciada con voz de ultratumba, acompañada de una mirada agresiva y un descenso general de la temperatura de la habitación.
– ¿Puedo ofrecerle un cigarro habano, señor… o señora… Muerte? ¿Y me podría concretar qué le trae por aquí? Todavía no lo ha dicho, y se me está haciendo tarde -contestó Juan algo incómodo por el repentino fresco, abriendo una caja de puros ante Finiquito, y subiendo luego la temperatura de la calefacción con el mando.
– Vaya por Dios -dijo Finiquito-. Este trabajo era mucho mejor antes, cuando se hablaba más de mí y menos de las cremas antiarrugas. ¡Soy la muerte, estúpido! ¿No te dice nada eso?
– Efectivamente, eso me dice que, si no sale usted de este despacho en cinco segundos, me veré obligado a llamar a seguridad -espetó, dejando la caja de puros a un lado y dando con el puño en la mesa, Juan-. No estoy dispuesto a que ningún loco estropee una jornada perfecta de negocios. Y menos si tiene la arrogancia de gritarme e insultarme en mis dominios. Aquí soy yo el jefe, yo el que hago las preguntas, y yo el que tomo las decisiones. Váyase, por favor.
– Mira, pamplinas. Me importa poco que tú seas el jefe o que haya sido una jornada perfecta de negocios. Dentro de tres minutos yo ya me habré ido, y tú te vendrás conmigo por la sencilla razón de que te ha llegado el fin. Así que no te pongas chulo ni empieces con esas tonterías de que aún no estás preparado, oh, por favor, no, te lo pido de rodillas, a partir de este día pensaba disfrutar de cada momento de mi vida. Te has labrado una tumba carísima, pero ¿qué importa ahora eso? Donde vamos no valen para nada todos tus millones, tus letras del tesoro y tus valores en bolsa. ¿Qué pensabas, que ibas a durar para siempre, gordo podrido de billetes? ¿O que te ibas a poder escapar en tu Ferrari, o irte a tu isla privada en tu yate?
– ¿De qué me estás hablando? ¡Estás como una cabra! -exclamó Juan, entornando un ojo, morado de furia -Aún tengo mucho que hacer en este mundo. Todavía no he llegado arriba, y nadie podrá evitar que lo haga. Has venido a asustarme, ¿verdad? ¿Quién te manda? Soy el hombre más protegido de este país, y ningún asqueroso proletario, porque eso es lo que eres, con cara de matón podrá quitarme lo que es mío. ¡Mío! ¿Entiendes? ¡Mío! ¡Todo mío! ¡Es mi vida…!
De repente, un espasmo recorrió el cuerpo de Juan. Echó mano al corazón para comprobar que había dejado de latir. Intentó pulsar el botón del interfono, pero cayó al suelo, entre babas y orina, envuelto en un frío mortal, antes de poder hacer nada. La última luz del Ocaso abandonó el despacho.