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(Cuento que mi abuelo, Manuel Fortes Bueno, me narraba cuando yo era niño, en esas tardes frías y lluviosas de invierno, junto al fuego de la chimenea de casa. A él le debo, sin duda, haber aprendido a relatar historias).
Había una vez, en un pueblo de montaña, un cortijo, y en el cortijo una familia de señoritos que tenía su servidumbre, su ganado y sus tierras, y que vivía placenteramente, sin más problemas que los que les daba la hacienda.
En esa casa había un niño, el hijo de los señoritos, que, en medio de un pueblo atenazado por el hambre y la miseria, vivía en la urna de cristal de la abundancia: bien vestido, bien comido, aseado y abrigado en medio del crudo invierno, su vida parecía una balsa de aceite.
Un buen día, al cortijo llegó un niño harapiento y sucio. Los dueños de la hacienda, como hacían siempre, mandaron a uno de los sirvientes para que echara a patadas a aquel despojo humano. Sin embargo, por un instante, solo por un instante, el niño harapiento cruzó su mirada con el hijo de los señoritos, y aquel momento, minúsculo, casi imperceptible, fue suficiente.
El niño rico del cortijo no pudo quitarse de la memoria aquellos ojos suplicantes. Unas horas más tarde, salió con un pedazo grande de pan, chacina y un abrigo bajo el brazo, y se dirigió al camino, a la curva que quedaba junto al río, donde estaba durmiendo, acurrucado, el niño harapiento.
– Hola. Aquí tienes, amigo. Abrígate y come, para que puedas seguir tu viaje –le dijo.
– Muchas gracias. Muchísimas gracias –le respondió el niño harapiento.
Mucho tiempo después, el niño rico del cortijo se convirtió en un joven señorito de mirada despierta, pero triste. Eran tiempos difíciles: una guerra sin sentido, entre hermanos, entre familias, entre pueblos, asolaba el país.
El joven señorito inició un viaje, y tuvo que atravesar las montañas para llegar a la provincia contigua. Iba en su cabalgadura y, al entrar entre los árboles, fue apresado por unos bandoleros, una de las muchas cuadrillas de salteadores que se escondían en los bosques huyendo de los soldados del bando enemigo. Los forajidos lo ataron, lo amordazaron, le taparon los ojos y lo llevaron a la cueva donde se escondían.
Algunos de los bandidos querían fusilarlo allí mismo, viendo que era un hombre rico y, posiblemente, de derechas. Otros decían que no, que primero había que llevarlo ante el jefe. Y eso hicieron, al fin, tras una pequeña trifulca.
El cabecilla de la banda era un joven de mirada clara y esperanzadora. Los ojos de ambos se cruzaron por un instante, solo un instante, y aquel minúsculo momento, casi imperceptible, iluminó las tinieblas de la cueva.
– Dejadlo ahí un momento.
Entró en la oscuridad y, tras unos segundos, regresó. Traía en las manos un abrigo, un trozo grande de pan, y chacina.
– ¿Tú te acuerdas en tal tiempo, en el que yo, muerto de hambre, aterido de frío, llegué a tu puerta, y me diste un trozo de pan como este para que comiera, y este abrigo para que me vistiera? Yo me acuerdo todos los días, amigo…
El joven bandolero abrazó al señorito, y lo invitó a cenar a su mesa, con toda la banda, para extrañeza o enfado de algunos de los proscritos, sedientos de venganza. Pasó allí la noche y, a la luz de la luna, estuvieron hablando de los años que habían vivido desde el primer encuentro.
A la mañana siguiente, el bandolero le dio al señorito un hatillo lleno de viandas para el camino, y le dijo:
– Ve en paz, amigo. Solo te pido una cosa: que no nos descubras, porque sería nuestro fin. Cuando quieras, llégate por aquí, y hablamos de la vida, de la muerte y de todo lo demás. ¡Hasta la próxima!
– Hasta la próxima, amigo. Y muchas gracias, muchísimas gracias –contestó el señorito. Y pudo seguir su viaje.
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