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Ἀνακύψατε καὶ ἐπάρατε τὰς κεφαλὰς ὑμῶν
(Levantaos, alzad vuestra cabeza).
Lc. 21,28.
Al Papa Francisco, un hombre de brazos abiertos.
La calle, desierta, ululaba con el nocturno viento frío. La lluvia ácida caía envuelta en una nebulosa bruma blanquecina, y dejaba un halo de luz tenebrosa al restallar contra las paredes. Las pocas bombillas que permanecían encendidas allá en la altura escondían tristes sombras vigilantes tras las ventanas. El inexistente toque de queda había envuelto el cemento y el metal de los edificios como sucio manto de embrujo demoníaco.
Desde lejos llegó danzando un silbido suave de melodía rebelde que cortaba el vaporoso pavor del frío. Apareció un hombre mayor, sonriente, cojeando, respirando con dificultad, con los brazos abiertos y una persona, víctima de rostro invisible, cargada a los hombros. Frente a él, de la nada, tomó forma el individuo del casco y el chaleco antibalas.
– Santo y seña. ¿Qué hace aquí? -dijo, con una espeluznante voz metálica.
– Buenas noches nos dé Dios. ¿Perdón, qué me había dicho? -contestó el hombre, sin dejar de sonreír.
– Que dónde va. No es hora de estar en la calle -replicó el individuo del casco, cortando voz y paso.
– Vale. Gracias por la advertencia. Que tenga usted una buena noche -saludó el hombre mayor, ofreciendo una mano.
– ¿Qué dice? No debe pasar por aquí en estos momentos -replicó el individuo del casco, rechazándola.
– Nuevamente gracias. Si me permite… -repuso el hombre, encogiendo los hombros y queriendo continuar su camino.
El individuo del casco le cerró el paso con dureza.
– Creo haber sido claro. No puede pasar.
– No ha sido nada claro, buen hombre. Seguramente está usted queriendo defenderme de alguna amenaza innombrable, pero le aseguro que no necesito protección, ¿entiende? Justo más allá, a sus espaldas, hay gente que necesita una mano. Justo aquí, encima de mis hombros, hay una persona que precisa llegar allí, donde está esa gente que necesita una mano. Y yo tengo dos manos. Es un problema de lógica con una solución muy sencilla.
– Allí no hay nadie. Le advierto que está intentando desobedecer una orden direc…
– ¡Venga, buen hombre! -repuso el anciano, suspirando- ¿No escucha los gritos de terror? ¿No se entera de los lamentos de tristeza? ¿De verdad no es capaz de oír el clamor ensordecedor de aquella parte de la humanidad?
– Está usted intentando distraerme. No hay nadie más allá. Nadie que esté gritando. Nadie a quien merezca la pena escuchar -mantuvo el individuo, cada vez menos seguro.
– Eso es porque lleva usted ese casco tan moderno. Creo que se venden mucho en estos tiempos inciertos: la gente se los mete en la cabeza, y se convierte en ciudadanos complacientes que solamente atienden a lo políticamente correcto. Me pregunto cómo es que me está escuchando, buen hombre.
– ¿Qué? ¿Qué casco? ¿De qué me está hablando? -preguntó el individuo, sin comprender.
– De nada, de nada, no se ponga así. En fin: yo voy a seguir mi camino. Si usted quiere, pégueme un tiro. O un puñetazo. Es cosa suya. Lo mío es que estas manos sirvan algo, porque, si no sirven, no sirven para nada. ¡Buenas noches, y buena cena!
Y, sin más, el hombre mayor sonriente, retomando su tonadilla, pasó junto al individuo del casco, que quedó paralizado.
Durante un tiempo nada ocurrió. La lluvia seguía restallando contra las paredes. La niebla volvió a ocupar su puesto, lentamente. Pero las palabras del anciano golpeaban el alma del individuo a pesar de todas sus protecciones, atravesando la lluvia y el vaporoso pavor del frío, quebrando el corazón de piedra bajo el chaleco antibalas; poco a poco, como temiendo ser descubierto, alzó los dedos hasta la papada, agarró el cierre del casco y lo pulsó. Se oyó un clic, la cabeza quedó al descubierto, y los ojos comenzaron a ver.
La calle se fue llenando de personas, y el aire se saturó de gritos, lamentos y clamores ocultos hasta entonces. Otros como él, casco en mano, miraban alrededor. Poco a poco, con el espanto reflejado en el fondo de las pupilas, el hombre se volvió, y dio el primer paso hacia sus espaldas, siguiendo las huellas que se le habían mostrado, mientras dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas y limpiaban el ácido de la lluvia. La bruma se fue despejando. El inexistente toque de queda dejó de amenazar. La humanidad escondida en los individuos se colocó en posición de salida, al ritmo de una tonadilla misericordiosa.
Excelente