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El sabor a humedad vieja y mohosa me atoraba la garganta hasta casi ahogarme. El descansillo, iluminado por la neblinosa luz blanquecina que surgía de entre las grietas de las paredes, parecía sudar gotas de un líquido oscuro que ascendían amargamente desde las gastadas losas de barro del suelo.
Subí la escalera, quejumbroso amasijo de maderas astilladas, y llegué, entre lamentos quedos y silbidos gélidos de viento espectral, a la puerta de su habitación, bajo la atenta mirada de los descompuestos rostros otrora nobles que poblaban las paredes del pasillo.
Abrí ceremoniosamente, con la calma del que espera encontrar lo que nunca quiso ver. Y allí estaba ella, mirándome, como siempre, con sus ojos vacíos. Sonriendo con resecos labios inermes. Ofreciéndome sus abiertas manos delicadamente frías.
Aquí, frente a su efigie cadavérica, sigo, consumiéndome en un eterno anochecer sin mañana, preguntándome el porqué y el para qué, sin otra respuesta que este llanto inmisericorde y cruel.