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A Fyodor Dostoyevski,
un mago
La calle estaba, al menos para él, desierta. Una bruma oscura y asfixiante tapaba al sol, y el frío invadía su cuerpo y su alma.
Había quedado con ella y no le gustaba hacerla esperar: todos los días, ala misma hora, en la misma esquina, ella aguardaba y se lo llevaba, y hoy también se lo llevaría, donde él quisiera, al más florido páramo en el que la brisa le susurrara extrañas melodías de amor mientras se recostaban, al bosque húmedo lleno de esencias mágicas que aspirar perdiéndose en olores jamás experimentados, a la puesta de sol frente al mar, con murmullos de agua y arenas brillantes...
Estaba nervioso. Siempre lo estaba cuando cruzaba aquella desierta calle. Un sudor frío le empapaba el rostro y las manos le temblaban ante el deseo del encuentro, como a los enamorados que se vuelven a ver al cabo de muchos años, en los que persiste el anhelo de poder tocar otra vez los mismos cambiados labios y escuchar de nuevo el dulce y ya ronco sonido de la otra voz... Sólo que ayer mismo había estado con ella, en el mismo lugar, a la misma hora, con la acompañada soledad que le daba... El amor es extraño.
Estaba irremisible y apresadamente enamorado; y el que sentía era de tal manera que cuando con ella estaba se le volvía profundo odio, insoportable sensación de estar junto a la muerte y amarla y temerla a un tiempo; mas la lloraba cuando desaparecía de su vista, y las lágrimas llenaban el mar de la desesperación donde se hundía gritando su nombre hasta que volvían a verse. Y así le pasaba su tiempo, entre la más honda aversión y el menos placentero amor, deseando y arrepintiéndose a la vez...
¿Qué le atraía de ella? ¿Sería su rostro blanco, su abrasador contacto, su lengua punzante que penetraba la piel hasta el alma? ¿O sus efímeras alas que lo transportaban a aquella alcoba de sueños donde olvidarse de este mundo? Porque eso era lo mejor que le daba: aunque su padre le hubiera pegado y se hubiera acostado con él, aunque hubiera robado a aquella anciana el dinero que tenía para pasar el mes, aunque hubiera destrozado aquel coche simplemente para quitar una radio que ahora no servía, con ella todo eso era nada y vacío y sólo importaba... nada; jamás mujer alguna le había hecho sentir como ella acabarse sus problemas estando los dos juntos en uno.
“Mírala, allí está, más pura que nunca... Hoy me darás el doble de placer, hoy vamos a volar el doble de alto aunque nuestras icáreas alas se rompan y caigamos a un abismo sin salida, porque ésta es nuestra última cita, la más importante, la del adiós”.
La cogió fuertemente por entre sus manos y caminó hacia el montón de escombros que descansaban bajo el puente con lágrimas de despedida en los ojos, tarareando la más bella canción triste que podía recordar...
Llego al fin, la dejó a su lado y sacó el mechero y la cucharilla; rebuscó en un bolsillo de la chaqueta y, encontrando la carta, la puso a su derecha. Abrió la bolsita donde ella lo esperaba, la sacó, preparó la mezcla, la calentó con el mechero...
Ya estaba casi terminada, ya estaba casi acabado; cogiendo la jeringa, quitó el tapón y la llenó con ella. “Te odio, te necesito y te odio, te amo y te odio, me uno a ti y te odio hasta la muerte”.
Se aplicó la aguja al cuello y dejó que entrara, despacio, en su sangre... “y ahora eres carne de mi carne y sangre de mi sangre, y la muerte que tanto deseo no nos separará”. Dejó la jeringa más allá, se tumbó y esperó su fin. Porque hoy vendría, no podía fallarle: no amaba la muerte, tan sólo la esperaba, la anhelaba, la aguardaba con impaciencia sin moverse...
“Ya, ya se acerca, allí viene; me levanto, me voy y te abandono, mundo, pidiéndote perdón por mi cobardía, por mi muerte, aunque hace tiempo que lo estoy, y echándote en cara tu asombroso pasmo ante mi desgracia...”.
El montón de escombros estaba, ya sin él, desierto. La bruma oscura y asfixiante lo cubrió todo. El frío llenó su cuerpo y su alma vacía.
El viento arrastró la carta con sus últimos deseos y la hundió en el río.