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El hombre despertó bastante antes del amanecer. Se sentó en la cama, se miró las manos callosas, agrietadas, se las restregó y se puso en pie. Echó agua en la jofaina de barro, se lavó la cara, se limpió y miró por la ventana. Otro día de mar embravecido le esperaba; si quería vender, antes tenía que faenar. Su mujer y sus cinco hijos seguían durmiendo apaciblemente.
Demasiadas bocas que alimentar en estos tiempos duros, pensó. Tres hijos propios, y los dos de aquella pobre joven que murió de manera tan espantosa, consumiéndose poco a poco, a solo unas casas de allí... ¿Cómo se les ocurrió quedarse con los dos pequeños huérfanos? ¿Y cómo podrían haberlos dejado a su suerte, solos frente a la muerte? Ahora dormían. Puede que el mundo fuera injusto, pero ahí estaban ellos, hoy. Mañana... Confianza, y a trabajar.
No había tiempo para quejas. Se abotonó la camisa desgastada, se metió los pantalones remendados y las alpargatas, cogió el sombrero del espaldar de la silla de anea y se lo colocó, con el ala hacia delante, ocultando levemente los ojos. Se miró en el espejo.
Extrañado, dio un paso atrás: frente a sí tenía un hombre parecido, sin duda, pero que no era él. Quizás tuviera su misma edad, pero la vida le había tratado mejor. Desde el otro lado, la figura de enfrente lo miraba estirada, como preguntándose quién era aquel tipo indigno de esta parte del espejo. Se fijó en una esquina, a través del cristal y, en vez de ver sus cenachos, colgados al lado de la puerta, divisó unos ropajes negros. Volvió la cabeza y echó un ojo a la esquina real, junto a la entrada. Allí estaban los arreos de venta, para después de la pesca.
Encogiéndose de hombros, chasqueó los dedos, cogió sus archeles de trabajo y abrió la puerta. Dirigió una última mirada a su familia, alzó los ojos al cielo, pidiendo un poco de ayuda para regresar con lo necesario, y salió de casa susurrando un estribillo de verdiales, cerrando con sigilo.
Juan despertó de repente, sudando. “Extraño sueño”, pensó. Se sentó en la cama. Se miró las manos, finas, rosadas. Apretó las palmas, miró al cielo y enarcó una ceja. Se puso en pie.
Soledad ordenada en casa. Abrió el grifo, dejó correr el agua, se lavó la cara, se secó con la toalla. Distraídamente, como tratando de asomarse por encima del mar de la rutina, echó un vistazo a su imagen en el espejo. Parecía decirle: ¿qué pasa? ¿Te has olvidado de quién eres? ¿Del porqué? ¿Del para qué?
Un escalofrío le recorrió la espalda mientras el extraño sueño regresaba a su memoria.
Volvió la cara, miró de nuevo su orden, su dignidad, su clase, y tosió, intentando ahogar los susurros de protesta que le llegaban desde el fondo del alma. Se agarró al lavabo, dirigió los ojos al espejo y quedó petrificado. Al otro lado estaba el hombre del sueño, con su piel requemada por el sol, su sonrisa esperanzadora, su sufrimiento acogedor, su sombrero inclinado. Lo miraba, extrañado.
A través del espejo, Juan podía divisar, allá al fondo, toda la familia, que dormía en la única habitación. Después vio los cenachos, en la esquina, colgados junto a la puerta. Volvió a posar los ojos sobre su reflejo, que seguía mirándolo fijamente.
- ¿Qué quieres? -le preguntó el cenachero.
- Volver a ser yo -contestó Juan, sin pensarlo.
- Eso no es difícil. Tampoco fácil, la verdad. Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no?
- No lo sé.
- ¡Vaya hombre! Para haber estado tanto tiempo estudiando, eres muy torpe. Mira ahí detrás: yo comparto la carga de ellos. Comparte tú la mía. ¿Nadie te ha dicho nunca que imites lo que conmemoras?
Y, diciendo esto, el cenachero sonrió y se volvió, para despedirse de su mujer.
Entonces Juan respiró profundamente, y susurró:
- Me lo dijeron una vez. Por eso me hice cura. Para eso...
Temblando, alargó la mano y la metió a través del cristal. Entró en el espejo, llegó a la esquina, cogió los cenachos y volvió a salir. Desde el otro lado, el cenachero acertó a decir:
- ¡Ánimo con la pesca! ¡Sardinas, salmonetes, boquerones y chanquetes! ¡Nos vemos en la lucha de cada día!
- Nos vemos en la lucha de cada día. Gracias, hermano -respondió Juan, cargándose los cenachos de aquella familia sobre los hombros, dispuesto a tomar las redes, remar mar adentro y compartir las cruces de todos los crucificados de su camino.