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Foto del escritorLlamas, J.M.

1. El cortijo abandonado


Gracias a aquella edad primera, ochentera, sencilla: a todos los que caminaron buscando vías y enseñaron vías mientras caminaban. Somos gracias a ellos, y no seremos sin ellos. Gracias a Charcuman, por perder el tiempo leyendo el borrador y ofreciéndome su sabia perspectiva. Gracias a Dios, porque Sí.

- I’m the monster. 11, Stranger Things

Una noche cualquiera de otoño a las afueras de un barrio de las afueras de una ciudad pequeña, el ruido del motor de un Vespino rompió, acelerando a irregulares intervalos, el silencio del paraje.

El paraje era la cuneta de un camino, justo a la entrada de un vasto plantío de caña de azúcar. La Luna, en cuarto creciente, brillaba vaporosa, rodeada de niebla. La enorme copa de un eucalipto recordaba que poco más allá un arroyo cruzaba bajo el puente de la pequeña carretera sin asfaltar por la que se acercaba el motorista, que tomó el desvío de la derecha, bajó hasta la cuneta y frenó levantando una nube de polvo.

- Es tarde. ¿Qué te ha pasado? -dijo un adolescente pelirrojo, de rosada piel picada por el acné y entrado en carnes, que esperaba junto al cañaveral con los brazos cruzados. - A ver si te crees que es fácil salir de la casa y llevar la moto sin arrancar hasta el final de la calle. Sobre todo, con el oído de lince que tiene mi madre -contestó una muchacha, quitándose el casco y dejando caer una melena corta de color azabache-. Espero que haya merecido la pena. - Y yo qué sé. Este es el de la gran idea de venir aquí a escondidas y sin permiso a estas horas -le replicó él. - Ya veréis. Esta noche dejamos el trabajo casi listo -dijo el tercero, otro jovencito alto, de pelo castaño y enmarañado, nariz aguileña y ojos marrones-. Solo hay que llegar hasta el cortijo, echar unas fotos y salir pitando. Por cierto, ¿habéis visto el Telediario hoy? No veas tú la pelotera que se ha liado en Berlín. Se han puesto a derribar el muro ese que parte la ciudad. Mi padre dice que es una noticia buenísima. - ¿Qué telediarios ni qué ocho cuartos voy a ver yo? -contestó el pelirrojo- Bastante tengo con lo del trabajo. Ya lo veré mañana. - ¿Y qué pasa si está el guarda? -preguntó ella, rascándose una de las sonrosadas mejillas y entornando los ojos negros. - ¡Vamos: el cortijo está abandonado, Ani! Confía en mí -exclamó el de la pelambrera-. Además, lo importante es que no haya perros, y, por lo que yo sé, no hay. Parece que el vigilante viene una vez o dos por semana para asegurarse de que todo anda bien, y poco más. Dicen que quieren venderlo. Aunque no sé yo si alguien querrá comprarlo: con las cosas tan raras que se escuchan últimamente sobre el sitio... - ¡Vaya! Con esa seguridad que estás dándonos, lo mismo termina persiguiéndonos una jauría de pastores alemanes seguida de ocho pistoleros con escopetas de caza -repuso, sonriendo, Ani-. Si tu intención, oh gran maestro Miguel, era tranquilizar a una pobre muchacha asustada, la has cagado. - ¿Una pobre muchacha asustada? No me digas que has traído a una amiga -le respondió, también sonriente, Miguel. - Hombre, eso de “con las cosas tan raras que se escuchan últimamente de este sitio” no es que dé mucha tranquilidad, campeón -recalcó Ani. - Bueno, ya sabes -se explicó Miguel-, la gente suelta muchas tonterías: que si se han visto luces, que si tíos raros haciendo cosas raras, que si esto, que si lo otro… Pero seguramente, digo yo, son parejitas que vienen a echar un polvete aquí a la luz de las estrellas, oh sí, oh tú, oh sí... - Vamos a ver si dejamos las chorradas y nos ponemos al tajo, que el martes como mucho tenemos que entregar el trabajo y, como suspendamos Ciencias Naturales, se nos cae el pelo. Por lo menos a mí -dijo el gordito-. Y ya que nos lo estamos inventando porque cada vez que hemos quedado para trabajar en mi garaje hemos terminado jugando al chinchón, o a la brisca, o al pimpón, o... a otra cosa, por lo menos habrá que hacer unas fotos buenas. A todo esto, ¿te has traído una cámara, no, niña? - Claro que sí, Luisito -se burló Ani, enseñándole una Pentax con un enorme flash y un objetivo todavía más grande-. Esto de tener a un empollón como amigo es un coñazo. - Pero tía, ¿te has vuelto loca? ¿Te has traído la cámara de tu hermano? ¿El fotógrafo de paredes blancas y flores del campo? -preguntó, llevándose las manos a la cabeza, Miguel. - Os dije que nos os preocuparais por la calidad de las fotos, ¿no? Pues eso. Procurando no romperla, mañana se la dejo en el mismo cajón del que la he sacado, y ya está. El carrete lo he comprado yo, ¿eh? - En fin, allá tú. Pero, como pase algo, los chillidos del raro son para ti. Enteritos -le recordó Luis. - Mira quién fue a hablar de raro, el primo empollón de Bastián Baltasar Bux que querría volar con un dragón blanco de la suerte por encima del barrio -protestó Ani. - ¿Y qué tiene de raro leer La historia interminable? -preguntó, con los párpados entrecerrados, Luis. - A mí no me lo preguntes, Figura, yo no me la he leído. Eso sí, me la sé casi de memoria porque la has contado doscientas veces -le replicó, dando una palmada al aire, Ani. - Bueno, a ver si nos aclaramos: recuento de lo que tenemos, y adelante -dijo Miguel-, que ya no es tarde, sino lo siguiente. Aunque en eso le doy la razón a Ani, Figura: la verdad es que eres un tío raro. Un buen tío raro, entiéndeme, un raro perita, pero raro, raro. - Vale, señor “no puedo quedar los sábados a las diez, están echando La bola de cristal” -repuso, poniéndole un dedo en el pecho a Miguel, Ani-, ya vale, ¿no? Cada uno tenemos nuestras tonterías, pero vamos a tranquilizarnos un poquito, porque veo el ambiente muy cargado. Y como se te ocurra ahora decir que el Sparkle in the rain es un disco de mierda, te pego un guantazo. - Eh, tranquila, señorita “flipo con la música rara” -le respondió Miguel-. Yo eso lo digo por meterme contigo, ya lo sabes, Nomepongofalda Porquemedaasco; la verdad es que me gusta más la música en español, pero bueno, me aguanto con las cintas esas que te traes siempre. Eso sí: el Sparkle in the - ¡Eh, mucho cuidado! -gritó Ani, levantando la mano con la palma abierta. - Oye, ya vale con tanta discusión tonta, ¿no? ¿Se puede saber cómo ha empezado todo esto? -exclamó, abriendo mucho los brazos, Luis- Ah, vale: retiro lo de haber llamado raro a tu hermano. - No, si es tela de raro -le reconoció Ani-. Es que me habéis pillado con ganas de discutir, ya está. Será porque es viernes. Yo qué sé. Bueno, ¿qué hemos traído? “Nomepongofalda Porqueme...”, ¿cuándo he dicho yo eso, Lopo? -preguntó mirando a Miguel, con los brazos cruzados. - A lo mejor no con esas palabras, pero vamos, mentira no es… -se excusó Miguel. - ¿A que ahora cojo y voy a la próxima fiesta que montemos con falda pija, tacones y los labios pintados? - Ni se te ocurra. Dicen los expertos -soltó, en un tono de voz muy agudo, antes de reírse a carcajadas, Luis- que cosas como esa crean traumas que no se superan en años. Como te presentes así, ¡me vas a tener que pagar después el médico de la cabeza! - Sois dos pedazos de cabrones -terminó la discusión Ani-. En fin, ¿Qué tenemos? Yo he traído mi mochila. ¡Vaciad las bolsas! Tres linternas grandes, una libreta y un bolígrafo, un paquete de tortas de aceite y tres Locas envueltas en papel de plata, chaquetas por si refrescaba demasiado, un tirachinas, un paquete de canicas, una baraja de cartas, un walkman y tres cintas de casete, una bolsa de chicles y un pitón de moto. - ¿Para qué queremos el pitón? -preguntó Luis. - Por si tenemos que liarnos a ostias. Nunca se sabe -respondió Miguel. - Pues tú mismo. Yo prefiero correr, ya me entiendes. Mientras tú pruebas con los pitonazos, ya estoy yo lejos de los palos -dijo Luis. - Mira que eres cobarde, Figura -le recriminó Ani. - No soy cobarde -respondió Luis-: soy un gordo realista. Lo que no veo necesario es traer una baraja de cartas. A no ser que pienses invitar al vigilante a echarse una partidita… - No, pero, como has dicho con lo del pitón, Lopo, nunca se sabe. No salga usted sin ella -respondió Ani, sosteniendo la baraja en la mano-. En fin, tampoco era necesario traer tanta comida… ¡Y todo dulce! ¿Qué hay dentro del papel albal? - Oh, perdona, me iba a traer un táper de a quilo con potaje de garbanzos -respondió Luis-, pero lo de los dulces me pareció menos complicado. Dentro del papel de orillo vienen Tortas Locas. - Hombre, entre los garbanzos y una mochila de dulces hay un término medio: unas avellanitas o unas pipas. Aunque lo de las Locas me ha gustado, Figura -repuso Ani. - Total, está claro que somos unos inútiles para preparar excursiones -concluyó Luis, encogiendo los hombros-. Tampoco es nuevo: siempre nos pasa lo mismo. En fin, Lopo, ve abriendo camino. Yo cargo con la mochila. Lopo era el mote de Miguel. En realidad no tenía nada que ver con su nombre, sino más bien con su pelo ensortijado, recio y revuelto. En aquel barrio todos, o casi todos, tenían sobrenombre. Era tradición. El de Luis, el Figura, se lo pusieron en el colegio: un buen día, espoleado por los compañeros, se animó a jugar al fútbol, pero era incapaz de darle dos toques seguidos al balón. Y en esto su equipo saca un córner, él tropieza, cae de espaldas, le da sin querer a la pelota y mete un gol de chilena, convirtiéndose así en el Figura, aunque siguió jugando igual de mal al fútbol. En cuanto a Ani, no era este su verdadero nombre, sino Josefa Mercedes, por parte de sus dos abuelas. Sin embargo, hasta el año y medio de vida solo había aprendido dos palabras, “Ani” y “No”, y Ani terminó llamándose. Ella siempre decía que había tenido suerte, o que quizás lo había hecho así aposta para que le cambiaran el nombre. Desde luego, “Ani” era mucho mejor que “Josefa Mercedes”. Su madre la llamaba Merche, por razones obvias, pero en cualquier otro lugar se la conocía como Ani. Ani, Miguel y Luis, por tanto, se adentraron en el camino que atravesaba el cañaveral y desembocaba en el patio de entrada del enorme cortijo que se divisaba a mitad de la colina que subían. Este había sido en otro tiempo una gran hacienda, pero la industrialización y las herencias mal empleadas habían llevado a la quiebra a la familia. En aquella época era solo una sombra ruinosa, recuerdo de tiempos mucho mejores. Las cañas de azúcar habían dejado de cortarse hacía cuatro o cinco años, y se estaban convirtiendo en un enmarañado amasijo de retorcidas garras que crujían con la brisa nocturna. Los tres amigos, cada vez menos seguros de que ir a hacer fotos allí a aquellas horas de la noche fuera una buena idea, caminaban juntos, iluminando cada uno una parte de la senda, procurando atisbar a lo lejos la entrada del cortijo por si había alguien vigilando. Se conocían desde niños. Habían ido juntos al colegio, habían hecho juntos la comunión, a los tres les había parecido horrible aquella foto “con esa ropa de marinerito o princesita tan fea”, y habían comenzado juntos el Bachillerato Unificado Polivalente hacía muy poco tiempo. Ani era una adolescente rebelde y segura de sí misma, inteligente y con el nivel de responsabilidad necesario para no pasar apuros en los estudios. No podía salir sin su walkman, que en aquellos días rodaba al ritmo del Disintegration, lo último de The Cure. Por supuesto, quien quisiera ser su amigo tenía que jurar que el Sparkle in the rain de sus amados Simple Minds era el mejor disco de la historia. A Miguel se le daban especialmente bien las habilidades sociales, era un chaval risueño y solía estar siempre de buen humor, aunque también era el primero en meterse en una bronca si llegaba el caso. Había descubierto hacía poco el concepto de “salir de marcha”, los sábados por la noche en la recién abierta Casa de la Juventud del barrio, y cada vez le gustaba más. Eso, por supuesto, había hecho que estudiar le gustara cada vez menos. Seguía preguntándose por qué habían quitado de la tele, hacía ya más de un año, La bola de cristal. En cuanto a Luis, era, por así decirlo, el más juicioso del trío, un auténtico empollón de gafas redondas y carnes rollizas, devorador de libros y cine de ciencia ficción y fantasía, inconformista en los estudios hasta más allá de los límites soportables por sus dos amigos, tímido y poco abierto con quien no tuviera su confianza. En aquellos momentos le rondaban dos preocupaciones claras: terminar el trabajo a tiempo para poder entregarlo el lunes o, como mucho, el martes, y comerse alguna de las Locas que había traído, aquellas tortitas de hojaldre y crema cubiertas de una deliciosa capa naranja y una guinda confitada, porque el estómago le gruñía escandalosamente después del viaje en bicicleta desde el barrio.

- Joder, podríamos haber llegado hasta el cortijo con la bici, ¿no? -se lamentó. - Claro. Y Ani en el Vespino, haciendo un caballito. Pero tío, si has sido tú el que has dicho que había que esconderlas allí abajo para no llamar la atención… -le recordó Miguel. - Ya, pero me están entrando hambre y sudores subiendo la cuesta -le respondió Luis, tocándose el estómago. - Qué queréis que os diga. Estas cañas tienen cara de pocos amigos -dijo Ani tragando saliva, iluminando a derecha e izquierda. - No lo digas, quilla, que yo estaba pensando lo mismo… Cuanto más me acerco al caserón, más acojonado estoy -reconoció Luis. - ¿No habéis sentido eso? -preguntó Miguel, dirigiendo la linterna a una enorme pared de cañas- Ahí, justo al lado. - Yo no he escuchado nada -dijo Ani con un hilo de voz, iluminando también el lugar. - Sooooooy el moooooonstruo de la cañaaaaaaadúúúúú secaaaaaa -susurró Miguel con voz de ultratumba, iluminándose la cara con la linterna desde el pecho. - ¡Eres imbécil, Lopo! Anda, aligerad, que cuanto antes empecemos antes nos vamos -protestó Ani, y se adelantó a los otros dos. El camino llegaba hasta el cortijo después de un par de curvas. Alcanzaron juntos la explanada de la entrada principal, cerrada con un muro, y entraron a través de un enorme portón de hierro desvencijado y medio podrido que se agarraba con desgana a las dos columnas que lo sostenían. Recorrieron con los haces de luz el terreno, pero no vieron perros, ni vigilantes, ni nada sospechoso. Ani sacó la cámara, la encendió, probó el flash e hizo varias fotos de la portada y otras tantas de las paredes del muro exterior. La explanada y la fachada del edificio estaban bien conservadas. Dos enormes robles dominaban el solar, en el que descansaban un tractor abandonado y un carromato que se caía a pedazos. El muro había comenzado a venirse abajo por una de las esquinas más cercanas al extremo izquierdo de la construcción, pero, por lo demás, no parecía sufrir mucho el abandono. La fachada principal tenía dos pisos de altitud, terminando en una buhardilla. Dos balcones abrían las estancias de la primera planta a través de sendas puertas de cristales destrozados, posiblemente a base de pedradas. El piso bajo tenía un enorme portón de madera y dos grandes ventanas a derecha e izquierda que, curiosamente, parecían intactas. A ambos lados de esta fachada principal se abrían las dos secundarias, una para los corrales y los graneros, y la otra con los garajes y los talleres.

- Impresionante -acertó a decir Luis. - Mira. Esa puerta está abierta -dijo Miguel, iluminando la entrada. - ¿Qué? -preguntó Luis. - Que está abierta, Figura. O por lo menos entornada. Habrá que entrar, ¿no? - ¿Pero qué estás diciendo? -preguntó Luis, iluminándole la cara a su amigo- ¿Estás tonto? - Vamos, tío. No me dirás que no tienes el gusanillo se saber lo que hay ahí dentro -le contestó Miguel. - Hombre, la verdad es que yo voto por entrar -terció, apoyando la propuesta, Ani-. Sabe Dios cuándo volveremos a pasar por aquí. Habrá que aprovechar y echar unas cuantas fotos dentro. Además, si hubiera alguien peligroso ahí seguro que ya nos habríamos enterado. - Pues nada, Figura, decidido: entramos. Si quieres nos esperas aquí fuera. ¡Andando! -decidió, comenzando a caminar, Miguel. - ¡Sois unos...! ¿No os acordáis ya de lo que nos pasó el día de la fábrica de ladrillos? -intentó frenar la tentativa Luis, aunque siguió a sus amigos de cerca. Claro que se acordaban. Tenían poco más de ocho años. Salieron a jugar con otros dos niños, el Liso y la Cari, y decidieron andar a la fábrica abandonada de ladrillos que había al oeste del barrio, detrás del polígono industrial. Miguel se puso a contar hasta cien, los demás se escondieron y, de pronto, la tarde se convirtió en memorable por una razón diferente al juego. Llegó el guarda, después de haberse tomado un par de cervezas o tres en el bar de la gasolinera. Creyó que se había colado alguien para robar y entró decidido a tomarse la justicia por su mano. En vez de intentar explicar lo que estaban haciendo y ganarse una buena pelea, Miguel gritó “¡Saliiiiiiiiida! ¡Guaaaaaaaaarda!” y cada uno corrió lo más rápido que pudo desde su boquete hasta el agujero de la valla por el que habían entrado. A Ani, que se había escondido en lo más profundo del sótano, no le dio tiempo, y se quedó detrás de una pared mientras el guarda se acercaba peligrosamente. Fue entonces cuando Luis, que había llegado el último a la salvación, volvió a entrar haciéndose el héroe, y corrió hacia el lado contrario al que estaba Ani. Corrió con todas sus fuerzas, tropezó y cayó, se arañó las rodillas, las palmas de las manos y la nariz, se levantó y siguió corriendo. El guarda lo vio a lo lejos y lo persiguió, momento que aprovechó Ani para salir a escape y alcanzar el boquete. Luis se metió dentro de la boca de una hormigonera, de cabeza. El guarda le perdió la pista, entró dentro del edificio y subió al primer piso. Como Luis estaba con la cabeza hacia abajo y las piernas colgando y no podía salir de la máquina por su propio pie, Miguel, sigiloso, entró, le ayudó y, justo cuando atravesaban de nuevo el patio, el vigilante los vio desde el primer piso. No pararon hasta llegar al barrio, salvos y casi sanos. - De aquello hace mucho tiempo. Además, ya lo has visto: ¡aquí no hay nadie! -gritó a pleno pulmón Miguel. - No sé yo. Tengo un mal presentimiento con esto -suspiró Luis. Llegaron al portón de entrada, de madera maciza. Estaba, efectivamente, entreabierto. Empujaron los tres a la vez hasta agrandar la abertura cuatro o cinco palmos. Dirigieron los haces de luz hacia dentro. El recibidor era un cuadrado de unos diez metros de diámetro. Desde allí se accedía a una salita, a la izquierda de la entrada; justo al lado de la puerta de esta habitación comenzaba la escalera hacia el piso superior, que subía de frente y luego torcía hacia la derecha; el comedor estaba al otro lado del vestíbulo, tras un gran arco, y después las cocinas. Al fondo, frente a la entrada a la que estaban asomados, había un pasillo interno que circundaba el patio, en el centro de la construcción, y que comunicaba también con la puerta interior del salón, cocinas, servicios, garajes, corrales y otras habitaciones. Durante un tiempo se sucedieron entre los tres amigos las expresiones de asombro, y pronto se olvidaron del miedo y la oscuridad y se pusieron a fisgonear cada uno por una esquina. Luis entró en el salón, donde todavía se conservaba en pie un enorme mueble-bar con algunas piezas rotas de cerámica, cristal y porcelana. Ani estuvo haciendo fotos en el descansillo de entrada y luego en la salita, aunque salió a escape en cuanto su linterna fue a iluminar una butaca que le daba la espalda. Miguel caminó una vuelta completa por el pasillo interno, enfocando los cuadros, de colores apagados y rostros tétricos, que aún colgaban de las paredes.

- Eh, venid aquí. Mirad esto -escucharon decir a Luis, y se reunieron con él en el salón. Su linterna iluminaba el retrato de una mujer ojerosa, envejecida, de mirada torva y penetrante, que sostenía un gato negro entre sus manos huesudas. - Esto sí que es acojonante, y no el vigilante de la fábrica de ladrillos -dijo Miguel, con los ojos muy abiertos. - Vámonos de aquí por patas. No sé si me he cagado encima, pero seguro que he estado a punto -dijo Ani, mientras descargaba el flash sobre el cuadro. - ¿Cuántas fotos has hecho? Para el trabajo tenemos más que de sobra -dijo Luis. - Con esta van… -contestó Ani, apretando el disparador. Era la última. El mecanismo de rebobinado automático comenzó a sisear. Miguel cogió a Luis del hombro y pidió silencio con el dedo. El siseo de la cámara continuaba. - ¿Habéis escuchado eso? -dijo- No sé. Como si alguien respirara fuerte más allá. - No empieces otra vez con tus tonterías, Lopo -le contestó Ani, iluminándole el rostro. Desde luego, no tenía cara de estar bromeando. - Es en serio. Algo se ha movido ahí al lado. - No me asustes, tú -le dijo Luis, pegándose a él como una lapa. - Seguidme -sentenció, y dejaron el salón. La cámara paró, y Ani la metió en la mochila. Salieron por el arco que conducía a la entrada. A Ani le pareció ver algo por el rabillo del ojo. - ¿Qué demonios es eso? -preguntó, e iluminó la zona con su linterna. Se escucharon unos pasos apagados hacia el pasillo del patio interno. Lo que fuera había huido de la luz. - ¡La escalera! -gritó Luis, dirigiendo hacia allí su haz. No había nada en la subida, pero algo parecía reptar por la pared. - Es una cosa... gris. No sé, eran como unas manos largas -susurró Ani. - ¡Andad! Poco a poco, hacia la puerta. Dame el pitón, Figura -dijo Miguel. Los tres se pusieron espalda contra espalda. - Yo qué te voy a dar. Busca tú -le contestó Luis, al que le temblaban las piernas mientras movía la linterna por toda la subida de la escalera y las paredes. - ¡Ahí creo que he visto algo! ¿Qué cojones es… eso? -murmuró, con voz queda. - ¿Dónde? ¡No veo nada! -exclamó Ani. - ¡Por el techo! ¡Por el puto techo! -gritó él, temblando. Miguel seguía buscando el pitón en la mochila. - Aquí está. ¿Quién eres? ¡Sal de ahí si tienes…! -vociferó Miguel. Se escuchó un ronroneo ronco que subía de volumen. De pronto sintieron un golpe seco, justo entre ellos y la salida. - ¡Ahí! ¡Ahí, justo delante! ¡Está ahí! -gritó, desesperada, Ani.

La rendija de la puerta de entrada se hacía cada vez más pequeña. La extraña sombra que la empujaba se movió delante de la ventana de la derecha. La luz de la Luna que iluminaba el suelo se apagó por un momento. Corrieron desesperadamente. Ani sintió unos dedos fríos que la agarraban del hombro. Lo último que se escuchó, desde la explanada del cortijo, fueron los gritos de terror de los tres amigos y el crujido del vetusto portón de madera al cerrarse de un golpe.

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