Mercedes se había levantado temprano, como la mayoría de los días. Después de limpiar la cocina, revisar el servicio, rezar sus oraciones, hacer la cama, calentar café y leche, se disponía a llamar a sus tres hijos. Su marido Juan estaba trabajando; le tocaba el turno de mañana en la empresa, y vendría, como la mayoría de los días, tarde para el almuerzo.
- ¡Juan, Merche, Pablo, vamos, a desayunar! - ¡Ya voy! -contestó el mayor, desde su dormitorio. A sus diecisiete años, Juan era el más responsable y el más peculiar. Hablaba poco, soñaba mucho y se podía pasar horas contemplando un caracol que subía por la rama de un árbol, o una pared blanca. “En fin: yo también fui joven una vez”, pensó Mercedes mientras se secaba las manos en el delantal. - ¡Ahora mismo! -contestó Pablo, el menor, cerrando la puerta de su habitación, con un portazo, y bajando las escaleras a trompicones hasta la cocina. Se presentó en pijama, rascándose la cabeza, dio un beso a su madre y se sentó bostezando. - Pero bueno, ¿es que tu hermana está sorda, o todavía sigue dormida? ¡Son casi las nueve! ¡Y esta mañana toca limpieza! ¡Merche de Dios! ¿Otra vez voy a tener que ir a sacarte de la cama? - No sé, mamá -dijo cansinamente, como queriendo responder a una pregunta que nadie le había hecho, el niño-. Anoche me desperté y escuché unos ruidos raros en su habitación. Como que se caía algo y alguien gruñía, y luego hubo una especie de fogonazo. Pero después se puso a roncar, como esas veces que está durmiendo malamente, y ya está. - ¡Un momento! ¡Tengo… voy a ducharme! -se escuchó la voz de Ani. Poco después otro portazo, y los pasos de Juan bajando. - ¿A ducharte ahora? Esta niña me va a volver loca. ¡Se te va a enfriar el desayuno! -le gritó su madre. - ¡No… No tardo nada, de verdad, mamá! -chilló Ani con la voz quebrada. Se miró al espejo. Se palpó la cara y la ropa. La misma ropa con la que había ido al cortijo. La camisa estaba rasgada, tenía el hombro izquierdo lleno de profundos arañazos, y barro seco en el pelo. Y olía fatal, como si se hubiera orinado encima. Debía llegar al servicio sin que vieran aquel estropicio, pero tenía que pasar por la puerta de la cocina. No podía pensar claro. Todo estaba confuso: llegaron al cortijo, hizo fotos, vieron aquella cosa extraña, una especie de monstruo, les cerró la puerta y después… Nada. Pero ahí estaba, frente al espejo. Había llegado a casa sin saber cómo.
- Vale. No te han secuestrado, ni te han comido -le dijo a su imagen-. Una ducha. Una ducha, y después ya vemos. Venga. ¡Dúchate, joder! Cogió el albornoz, se quitó la camisa y el pantalón. Lo olió. - ¡Qué asco, te has meado encima de verdad! Después miró hacia la cama. No había sido mientras dormía: la sábana no estaba manchada por aquella zona, aunque la almohada y la parte de los pies se veían llenas de tierra. “Seguramente fue allí, en el cortijo”. Se volvió otra vez hacia el espejo y se tocó, atónita, la cintura. Justo a la izquierda del ombligo tenía una mancha. Una mancha grande, redonda y gris. Demasiado grande, demasiado redonda, y demasiado gris. Se mojó los dedos con saliva y restregó bien, pero aquello seguía allí. “Parece que está debajo de la piel. Lo tengo dentro de la barriga...”. - ¿Qué mierda es esto? Madre mía, ¿qué es esto? -exclamó, dando paseos por la habitación cubriéndose la cara con las manos. Se puso el albornoz y las sandalias y bajó la escalera tropezando con las paredes. Pasó como una exhalación por la puerta de la cocina y se metió en el baño. - ¡Eso, no saludes! -le dijo Mercedes. Se volvió a mirar aquella extraña mancha antes de ducharse, y después. Ahí seguía, perfectamente redonda, a pesar de que se había restregado bien con la esponja embadurnada de jabón. Salió en silencio y subió otra vez. Le temblaban las manos. Se vistió con lo primero que encontró en el armario, bajó y desayunó sin decir ni una palabra. Después pidió permiso para hablar por teléfono, y llamó a la casa de Luis.
- ¿Sí? -le contestó Susana, la madre. - Buenos días. Soy Ani. ¿Está… Está Luis en casa? - Sí, por aquí está -Ani respiró tranquila al escuchar la respuesta-. Está muy raro, cualquiera diría que se ha pasado estudiando toda la noche. Pero está por aquí. ¿Te lo paso? - Sí, gracias. - ¡Buenos días, Ani! -gritó Luis con un extraño tono de alegría en la voz- Estaba a punto de llamarte. Hay fuegos fatuos en el cementerio, ya sabes. - ¿Qué dices…? Ah, vale. Fuegos fatuos. Ya -de repente se acordó de que aquella era la forma en clave de decir que había que tener cuidado con la conversación porque no estaba solo-. Que tenemos que vernos esta mañana otra vez para lo del trabajo, ¿verdad? Casi lo había olvidado. ¿Tú estás bien para estudiar, o no? - Estoy hecho una mierda -respondió él-, pero vente en cuanto puedas. Dile a tu madre que echaremos todo el día aquí. O que no. Yo qué sé, dile lo que te parezca. - Vale -Ani sonrió ante la proposición-. Anda, llama al Lopo. - Ya lo he llamado. También ha pasado una mala noche. Qué coincidencia, ¿eh? Cualquiera diría que hemos soñado con lo mismo. - Sí, ya ves tú. Bueno, nos vemos en un ratito. Adiós. - Adiós. Ani colgó el teléfono y miró hacia algún lugar indeterminado más allá de la pared. “Hemos vuelto los tres a casa”, pensó. “A lo mejor me he desmayado y me han traído hasta el dormitorio… Pero, ¿cómo?”. Entonces se acordó de algo. Fue hasta el garaje. Encendió la luz y paseó la mirada a lo largo y a lo ancho: el Vespino de su hermano no estaba. - ¡Joder! ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¡Joder! La cabeza le empezó a doler con fuerza. Probó a excusarse de la limpieza, pero su madre era inflexible cuando se trataba de la tarea de los sábados por la mañana. Así que preguntó qué le tocaba aquella semana, barrió y fregó los dormitorios lo mejor que pudo, cogió la mochila, metió algunas cosas y se despidió. - Mamá, no sé si voy a venir a comer. Tenemos que terminar un trabajo importante, el de Ciencias, ya te he hablado de él. Lo mismo almorzamos ancá Luis. - Si es que siempre te pasa lo mismo, hija: dejarlo todo para el final. ¿Cuándo echarás luces? - No sé, mamá. Dentro de unos años, supongo. Bueno, que me voy. Hasta luego. - Remétete la camisa, por Dios, niña. Qué facha me llevas siempre, con esa ropa tan oscura. - Me gusta así, mamá. Ya lo sabes. - Nada, que no puede ser. En fin. Si ves que te vas a retrasar mucho, avisa. Que no tenga que estar yo llamando para ver por dónde andas. Habrás terminado de barrer y fregar, ¿no? - Barrido y fregado, sí. Se puede comer en el suelo, mamá. No te preocupes. __________ Sonó el timbre. Se escucharon pasos rápidos, se abrió la puerta y surgió la cara desencajada de Luis.
- ¡Por fin! Aquí estamos. Fatal. Entra. Gabinete de crisis. - Yo estoy que me va a dar algo, Figura -dijo Ani, después de saludarlo echándose en sus brazos-. La cabeza me va a reventar. Llevo desde que me desperté dándole vueltas al tema, pero nada. Venga. Llegaron al garaje, pasaron y cerraron el cerrojo por dentro. - ¿Cómo estás, tía? ¿Qué cojones nos pasó anoche? -preguntó Miguel, con mirada aterrorizada. Luego los tres juntaron los brazos y gritaron a la vez hasta que, ya sin aire en los pulmones, acabaron tosiendo. - ¿También os habéis despertado vestidos? -preguntó Ani, una vez sentados alrededor de la mesa redonda en la que se apilaban sin orden parchís, damas, ajedrez, juegos reunidos, pelotas y raquetas de pimpón. - Qué susto, quilla -contestó Luis-. Vestido. Y con la mochila al lado. Con todo dentro, menos el pitón de la moto, claro. - Hasta los zapatos, Ani. Menuda guarrería cuando he levantado las sábanas -añadió Miguel. - ¿Y... tenéis también la mancha? -preguntó entonces Ani, a media voz. - ¿Mancha? ¿Qué mancha? -dijo Luis, arrugando la nariz. - Esta -Ani se levantó la camisa. - ¡Madre mía! ¿Qué es eso? Yo no tengo nada -se apresuró a responder Miguel. - No tienes nada aquí al lado del ombligo, pero ¿te has mirado todo el cuerpo? -le preguntó Ani. - Pues no, a ver si te crees que tengo ojos en el culo. ¿Pero qué es eso? ¿Puedo tocarlo? -le preguntó Miguel, acercando un dedo. - Sin pasarte, listo -le advirtió ella. El chaval dio con el dedo, y después le pellizcó. - ¡Oye! - Perdona -se excusó-. Era… para ver si es una especie de parche o algo así. Pero no. - ¿Qué parche ni qué perro muerto? No se va. Ya lo he intentado yo mientras me duchaba, pero no sale. No hay manera. - Qué cosa. Parece… la mota negra -le dijo Luis, chasqueando los dedos-. Bueno, más bien la mota gris. Ya sabes, la que le dio el pirata ciego al capitán Bill en la posada El Almirante Benbow, al principio de La isla del tesoro. - ¿Pero de qué estás hablando, Figura? -preguntó, atónita, Ani. - Oh, olvídalo -repuso Luis, viendo la reacción de su amiga-. Es que se me ha venido a la cabeza Jim Hawkins, el chaval de la novela, que también se mete en un lío de no te menees. Y con esa cosa que tienes ahí delante… Es que entran hasta escalofríos, quilla, en serio. - Pues nada, quitaos la ropa, a ver si vosotros también la tenéis -dijo Ani, bajándose de nuevo la camisa. - ¿Y por qué la íbamos a tener? -preguntó Miguel. - ¡Yo qué sé! Pero es mejor asegurarse. - Ahí llevas razón -reconoció Luis-. Vale. Voy. Se quitó el jersey y dio una vuelta. Justo en mitad de la espalda tenía una marca exactamente del mismo tamaño que la de Ani. - ¡No me jodas! ¡La mota gris, yo también! -se quejó- ¡Estamos malditos! - ¡Haz el favor de no decir esas cosas, tío! -le dijo Miguel, mientras se levantaba también el jersey. Él no tenía nada en la espalda, ni en el pecho, ni en la barriga. Con desesperación, se quitó los pantalones. Su mancha estaba al comienzo del glúteo derecho. - Pues sí que era difícil de ver: un poco más y me tengo que quedar en bolas. ¿Y ahora, qué? -preguntó, poniéndose de nuevo el pantalón. - Vale: a lo mejor no estamos malditos -dijo Luis-. Pero no me iréis a decir que esto no es cosa del bicho malo ese que vimos anoche. - Vamos a ver -Ani se puso a dar vueltas con los brazos extendidos-. Lo primero que tenemos que hacer es acordarnos de lo que pasó dentro del cortijo. Por cierto, ¿dónde están vuestras bicis? - Supongo que en la cuneta, donde las dejamos -dijo, encogiéndose de hombros, Miguel-. A no ser que el bicho las haya cogido para pegarse un voltio por ahí en plan Verano azul. - Muy gracioso, Lopo: me parto el culo de la risa -respondió Ani, dándose con la mano en el pecho-. Ya hablando en serio: ¿qué pasa, volvimos aquí por arte de magia? Es una tontería, pero a mí no se me ocurre otra cosa. ¿Qué es lo último que recordáis? Porque yo... ¿Tienes ahí mi walkman? -señaló a Luis- ¿Con las cintas? - Claro. Aquí están -le contestó Luis, abriendo la mochila y sacando dos casetes y el pequeño aparato. - Vale. Necesito música, para pensar. ¿Dónde tienes el loro? - Donde siempre, hija -le respondió Luis, señalando la estantería. Ani sacó la cinta que había en el walkman, la miró, asintió, la metió en la pletina de la izquierda del radiocasete y le dio al Play. - ¿Qué tenemos el gran placer de escuchar? -preguntó Miguel, irónico, cuando empezó a sonar una rítmica guitarra seguida de unos suspiros y una batería. - Esta canción -informó Ani- va sobre… En fin, algo parecido a lo que nos pasó anoche: una araña gigante que se come a uno mientras se duerme. Se llama Lullaby. De los Cure. - Vaya. Qué oportuno. Está guapa, sí. Me podría poner a bailar, si no estuviera tan acojonado -terció Luis-. En fin, volviendo al tema de anoche: entramos por allí, estábamos mirando el cuadro de la señora del gato negro, Lopo escuchó algo, salimos y vimos esa cosa… Yo creo que era algo gris, una especie de sombra que se movía por las paredes y por el techo. - El monstruo de las manos largas. Fijaos lo que me hizo -añadió Ani, enseñándoles los arañazos del hombro. - Vaya. Eso me dejaría con la boca abierta si no te hubiera visto antes la mota gris al lado del ombligo, amiga -le dijo, rascándose la barbilla, Luis. - ¿Y entonces, qué pasó después de cerrarse la puerta? ¿Alguno se acuerda? -preguntó Miguel- Porque yo me debí dar un golpe fuerte. Lo siguiente que tengo en la memoria es despertarme esta mañana con un dolor de mollera horroroso. - Yo sí me acuerdo -dijo Luis-. Como si fuera una pesadilla, pero me acuerdo. A ver: es verdad que tú fuiste el primero que dejaste de gritar. Se te cayó el pitón de la moto después de arrearle un golpe, aunque no sé si le diste. A lo mejor te diste a ti mismo en el cabezón. Tú, Ani, me parece que cuando sentiste las garras en el hombro tiraste la linterna, te volviste y saliste corriendo para el pasillo de dentro. Yo me quedé quieto, no podía moverme. Seguramente me había quedado como un palo, o el bicho me había paralizado, yo qué sé. Eso sí: pude ver por el rabillo del ojo que salió a correr detrás de ti. Luego volvió, y te llevaba arrastrando de una pierna, como un saco de patatas. Como si estuvieras desmayada. - Estaba desmayada. Y me había meado encima -reconoció Ani, enrojeciendo. - Hubiera pagado por verlo -le dijo Miguel, guiñándole un ojo. - Ja, ja, ja. Me sigo partiendo -Ani cerró el puño y levantó el dedo corazón. - Bueno, y eso me parece que es casi todo -siguió Luis-. Después creo que vi como dos ojos brillantes, amarillentos, que se ponían justo enfrente y me miraban, y las cosas desaparecieron poco a poco. - Conclusiones -dijo Ani, después de un momento de silencio-. Parece que el monstruo nos pescó, pero no quería matarnos. Si no, estaríamos con la boca fría. Nos… ¿hizo algo que nos creó estas manchas? Y luego… ¿nos trajo de vuelta a cada uno a nuestro cuarto, nos acostó en la cama y nos arropó? ¡Qué tontería! - Completamente -comentó Miguel, repicando con los dedos en la mesa-. Pero dime tú qué otra explicación tenemos. - Yo creo -propuso Luis- que hay que volver. Por lo menos, a recoger las bicis y la moto, está claro. Y tenemos que entrar otra vez en el cortijo. - Pero tío, ¿tú no eras el gordo cobarde? -le preguntó, extrañado, Miguel. - Exacto -dijo Luis-. Pero vamos a ver: si el monstruo nos ha metido cualquier cosa dentro, yo qué sé, un bicho como el de Alien, hay que ir a por él. Para que nos lo saque. Lo mismo vosotros estáis felices con la manchita gris, pero a mí lo de tener dentro de unos días una cosa corriendo por la espalda y bailando dentro del cuerpo no me hace ni puta gracia... Y si en vez de un bicho es otra cosa menos mala, yo no me acuesto esta noche sin saber lo que nos pasa. ¡Joder, es que podemos ser un peligro para el barrio entero! - Vale. Lo he pillado -dijo Miguel, con la mano en el mentón-. Pero claro, si queremos ir a por la cosa esa, sea lo que sea, habrá que llevar algo más que un pitón, ¿no? ¿Una escopeta? - ¿Una escopeta? No sé vosotros, pero yo no tengo ninguna escopeta debajo de la cama, ni creo que haya alguna por aquí -dijo Luis, señalando el montón de cajas que había en la pared del fondo del garaje-. Esto no son los Estados Unidos, ¿vale? Como mucho, un cuchillo de cortar jamones, o la navaja de tu abuelo, Lopo, que tiene un filo que da gusto. - Nos tendrá que valer, sí. Qué remedio -dijo este. - Entonces, repasamos el plan. El plan es una auténtica mierda, pero qué vamos a hacerle -se resignó Ani-: pedimos bocadillos a tu madre, nos llevamos algo que pueda cortar un gaznate, recogemos las bicis y la moto, volvemos al cortijo y después… que sea lo que Dios quiera. - Eso es -asintió Luis-. A mí no se me ocurre otra cosa. ¿Y qué pasa si… no sé, nos empiezan a salir uñas y dientes largos, y se nos ponen los ojos amarillos o rojos, y se nos alargan las orejas y se llenan de pelos? - Joder, tío, te pones siempre en lo peor -se quejó Miguel-. Vamos a imaginarnos que esto que nos ha salido es una especie de sarpullido, y si es otra cosa, pues nada, sobre la marcha. - Psé, bueno -aceptó Ani-. Tengo un sarpullido más raro que un perro verde. Como dice mi padre, es mejor no poner la venda antes de que salga la herida. Total, vamos a pedirle a tu madre los bocatas. - Miradlo por el lado bueno -concluyó Miguel, dando una palmada-: ayer cuando nos escapamos de casa, ¿quién nos iba a decir que hoy estaríamos pensando en matar a un monstruo? ¡Viva la aventura! - Sí, viva. Pero yo prefiero verla por la tele -respondió, con poco ánimo, Luis. Pegaron en la puerta. - ¡Va! -Luis abrió el cerrojo. Era su madre, una mujer gruesa, con grandes ojeras, cara redonda y sonrisa inacabable. - ¡Hola, niños! Nada, que acabo de llegar de la tienda. ¡Madre mía, qué caras más largas, niños! Que estamos a sábado. - Hola -contestaron Miguel y Ani. - Nos vamos a tener que ir a comer fuera, mamá. A ver si podemos terminar hoy o mañana el trabajo para el instituto. Así que no sé si volveremos por la tarde, o por la noche. Digamos que... tenemos que ir al campo a coger apuntes, ¿verdad? - Sí: y echar unas fotos… En fin, lo que es trabajar -dijo Ani, fijando la vista en una pila de cajas que había en una esquina. - Del todo. ¡Menuda tarde nos espera! -añadió Miguel, sonriendo a Susana, la madre de Luis- Es como si tuviéramos que luchar contra un monstruo. Susana quedó embarazada cuando tenía poco más de dieciocho años. Su novio, al saberlo, la dejó. Los padres la echaron. Las Religiosas Adoratrices la acogieron en una casa social, y allí pasó el tiempo necesario hasta que pudo conseguir un empleo, ahorrar algún dinero y pagar el alquiler de un piso, mientras Luis cumplía tres años. Tras otros dos, y después de pasar por momentos difíciles, llegaron al barrio: Susana alquiló una pequeña casa y, a fuerza de tiempo y trabajo, terminó por comprarla. El niño debía empezar a ir a la escuela; sin embargo, en la zona no había todavía ningún edificio destinado a ese fin, y los vecinos dejaban algunos locales de sus viviendas para que los más pequeños pudieran aprender. Así pues, los dos primeros cursos estuvo en un garaje y en el primer piso de uno de los bares de la carretera. Después construyeron el enorme colegio público, y en él terminaron la E.G.B. Luis, Miguel, Ani y los demás niños del barrio y las poblaciones cercanas. Susana había conocido a otro hombre, hacía tres años, pero nuevamente quedó embarazada, y el padre, nuevamente, se largó para no volver. Así que Luis, hijo único, responsable y lector empedernido, ayudó a su madre a llevar la casa y, desde hacía dos primaveras, a criar a su hermana pequeña, Marina. - Dui zuhto -dijo la pequeña, que acababa de entrar en el garaje a la carrera, señalando a su hermano. - Di que sí, mijilla. Está acojonado. Eres muy lista, ¿eh? -le dio la razón Ani, agachándose hasta su altura. - Bueno, mamá -dijo Luis, mientras repasaba mentalmente las cosas que tenían que llevar-, vamos a ir echando los archeles en la mochila y yéndonos, a ver si terminamos la tarea lo antes posible. - Yo voy a mi casa un momento y vuelvo enseguida -dijo Miguel-. Aprovecharé para saludar a mi abuelo -y le guiñó a Ani mientras hacía el gesto de abrir una navaja-. Echadme un par de bocadillos, ¿eh? ¡Nos vemos en un salto! - ¿De qué lo quieres tú, Ani? -preguntó Susana, sonriendo- Hay que ver: pasado mañana cumples los catorce. Estás ya hecha una mujercilla. Seguramente tu madre te hará una fiesta, ¿no? - ¡Anda, es verdad! Pues ni me había acordado. Últimamente tengo tantas cosas en las que pensar -le respondió Ani, mirando a Luis y encogiendo los hombros-. Espero llegar al lunes con todos los huesos en su sitio, je, je… - No te preocupes, amiga: si nos encontramos esta tarde con, no sé, algún comerrocas chungo, te protegeré con mi vida -proclamó Luis, poniéndole un brazo sobre los hombros-. Eres la más pequeña, así que tus amigos mayores, ya sabes, siempre pendientes. - Eso me tranquiliza una barbaridad, Figura… -le dijo ella, quitándose el brazo de encima. Un cuarto de hora después salieron caminando, con una mochila repleta, rumbo al cortijo: la navaja del abuelo de Miguel, un cuchillo jamonero, otro amolado hacía pocos días, cinco vienas de pan llenas de jamón, queso, mortadela con aceitunas y otras ricas viandas, una botella de agua de un litro y algunas chucherías que Luis no pudo evitar añadir. Cortaron camino por el polígono industrial y después atravesaron un campo baldío; luego siguieron la cañada del arroyo durante más de una hora, hasta que divisaron al fondo la fachada posterior del caserón. Siguieron entonces el camino que rodeaba la propiedad, torcieron hacia la izquierda y subieron rumbo oeste hasta un cambio de rasante. Ya desde allí divisaron, al fondo de la cuesta, el puente, el eucalipto y la cuneta. Ani miró al cortijo, que quedaba justo al sur, a poco más de trescientos metros atravesando el salvaje bosque de cañas.
- Cuanto más nos acercamos, más mala idea me parece eso de atacar con una navaja a un bicho gigantesco que camina por paredes y techos, y que se ha colado en mi casa y me ha dejado en mi cama sin que se entere mi madre. - No te olvides del cuchillo jamonero -le recordó Miguel- ni del efecto sorpresa. En la vida se puede imaginar el monstruo que somos tan tontos como para volver a enfrentarnos con él. - Claro, Lopo -bromeó Ani-. El cuchillo jamonero es mucho mejor que la navaja. Dónde va a parar. - Bueno, vamos por partes -dijo Luis, remangándose el jersey-. Lo primero, a por las bicis y la moto. Después, a por el bicho de las manos largas. - Vamos allá. Comenzaron a bajar la cuesta, trotando a la sombra por el lado del camino más cercano a las cañas, manteniéndose así ocultos en lo posible ante la amenazante presencia del edificio. Hacía calor. Luis sudaba abundantemente y resoplaba con el esfuerzo. No les quedaban más de cien metros para llegar a su destino cuando vieron pasar tres coches a toda velocidad por la carretera sin asfaltar que cruzaba el arroyo; dando un frenazo, uno detrás de otro se internaron en la cuneta a la que se dirigían y pararon súbitamente.
- ¿Pero qué co…? -masculló Ani. - ¡Escóndete! ¡Vamos, adentro! -susurró Miguel, tirándole del brazo y metiéndose en el bosque de cañas y arbustos. Luis hizo lo propio. Se agacharon y permanecieron en silencio. Se oyeron las puertas de los coches. Luego hubo unas indicaciones que no entendieron, y después un tiempo de silencio. Las voces de los recién llegados eran monótonas. Se reanudó el diálogo, aunque cualquiera podría asegurar, desde la posición de los tres adolescentes, que había una sola persona hablando consigo misma. - Agente Spiner-37, aquí están. Restos bajo el puente. Tal y como sospechábamos, pertenecen a la estructura sintética del cinturón del sujeto. Debió arrancárselo al llegar. - Bien, agente Spiner-41. Tome muestras. Recuerden que hay que evitar cualquier contacto no imprescindible con el punto de llegada. Aún no podemos calibrar las consecuencias, y nuestros sistemas de localización e información están todavía desconectados de cualquier red. - Agente Spiner-37, tengo un dato nuevo. Cerca de los restos hemos encontrado tres vehículos abandonados. Uno a motor. Restos de agua nocturna. Llevan aquí más de doce horas. - Compruebe identidad con el decodificador genómico. Rastreen la zona. - El decodificador es inútil sin la descarga de una base de datos fiable del punto de llegada. Hay varios sujetos genómicos, pero es imposible determinar las identidades. La única opción es comparar las huellas con otras próximas o con bases de datos de la zona. Los restos indican que los sujetos han estado aquí alrededor de la medianoche de ayer. No han vuelto a por sus vehículos. - Es un punto de comienzo. Agentes, alerta 5. Busquen en los alrededores a estos individuos. Envíen el mapa genómico en cuanto esté listo. Si vuelven a por sus vehículos debemos atraparlos y averiguar si tienen alguna relación con la Sombra. - ¿De qué demonios están hablando? -susurró Miguel. - Me parece que de nosotros, Lopo -contestó Luis-. No tengo ni idea de lo que dicen, pero deben ser una especie de cuerpo militar con… tecnología avanzada. - Quillo, no me seas peliculero, que estamos en el culo del mundo -Ani abrió la cremallera de la mochila que llevaba Luis a la espalda- y déjame que coja la navaja, que yo ya no me fío de nadie. - Si tú tienes otra teoría mejor, adelante, suéltala -le respondió Luis-. Pero a mí me parece que están hablando de la cosa esa que nos atacó, y de nosotros. - Pues vamos a decirles que nos ayuden entonces -propuso Miguel. - Tú estás majarón, Lopo. Ni por todo el oro del mundo le pediría yo ayuda a una gente que habla que parece que ha llegado de otro planeta -dijo Ani, comenzando a arrastrarse entre la maleza-. A la mierda: vamos a atravesar las cañas, nos metemos en el cortijo y nos cargamos al mamón ese de las manos largas. - Hale. Mujeres: si te piden que te tires por un tajo, pídele a Dios que sea bajo -le dijo Miguel a Luis, con gesto de resignación, y la siguió. - Atención. Creo que recibo signos humanos desde esa colina. Aún no puedo determinar el lugar exacto. ¡Adelante! -escucharon no demasiado lejos. - ¡Corred! ¡Corred! -gritó Ani, intentando avanzar lo más rápido posible por entre las cañas. Detrás de ella tanto Miguel como Luis apartaban ramas y arbustos, procurando no trastabillar.
De repente, Ani comenzó a sentir los latidos del corazón bombeando en los oídos como si la sangre quisiera salírsele de las venas. Se llevó las manos a las orejas. Se volvió, y vio a sus dos amigos, que la miraban con el mismo gesto de pánico. Se fijó en la cara y el cuerpo de Luis, y creyó que desaparecía: podía distinguir vagamente lo que había justo detrás del jersey. Se puso la palma de la mano delante de los ojos, y comprobó que veía a su amigo a través de ella. Gritó aterrorizada. Entonces sintió cómo comenzaba a flotar y se desplazaba a velocidad endiablada por entre el bosque de cañas sin ni siquiera rozarlas. La cabeza le daba vueltas. Volaba cada vez a más distancia del suelo, sin poder controlar el cuerpo. Atravesó el muro exterior del cortijo sin chocar contra él. Subió hasta la altura de la buhardilla, pasó a través de la pared del edificio y cayó al suelo. Después de rodar y chocar contra algo, quedó quieta, respirando entrecortadamente. Tocó el pavimento. Tocó la viga que quedaba justo a su espalda. Miró. Poco a poco fue recuperando el aliento, y la opacidad. Luego echó un vistazo a su lado: allí estaban Miguel y Luis. Gritaron con todas sus fuerzas. Fue en aquel momento cuando escuchó el extraño ronquido. Entrecerró los ojos y se fijó en lo que había justo delante. Desde la oscuridad del fondo, poco a poco, vio cómo se acercaban aquellos dos grandes ojos amarillentos. Después distinguió las horribles extremidades negruzcas que avanzaban hacia ellos. - Es… Manos Largas… -susurró mientras, venciendo el miedo, se palpaba el bolsillo, sacaba la navaja y la abría. El monstruo dejó escapar varios gruñidos ininteligibles. Después, con voz áspera, muy despacio, pronunció una única palabra: - A… yu… da.