Susana, Luis y la pequeña Marina se preparaban para ir a misa, como cada domingo a las diez. Él, en el cuarto de baño, se miraba al espejo con cara de preocupación. Abrió mucho la boca y sacó la lengua hasta el límite, para ver si había cambiado de color. Luego se arrastró hacia abajo, con dos dedos, los párpados y comprobó que la retina de las pupilas seguía siendo blanca. - No pasa nada, Figura. Tranquilo. Respira hondo, sonríe y hale -se dijo. El teléfono sonó en el salón. Lo cogió su madre. - ¡Luis, es Ani! ¡Dice que te pongas! - ¡Ya voy, mamá! -contestó. “¿Ani, a estas horas? ¿Por qué, si hemos quedado a mediodía y ya está todo preparado? Problemas. Seguro”. Dio una palmada contra el lavabo, salió del servicio y cogió el auricular. - Dime -susurró, jugueteando con el marcador redondo. - Asómate por la ventana y fíjate si ves cerca de tu casa una pareja de… no sé, parecen mormones de esos raros. - ¿Qué dices? - ¡Vamos, ahora! - Ya voy, ya voy. Dejó el aparato sobre la mesilla, fue hasta su cuarto, que daba a la calle, y miró a través del cristal. Cuatro casas más allá, efectivamente, había una pareja de hombres con camisa, chaqueta y maletín. Se fijó en el pelo que se veía debajo de los sombreros. Blanco. - ¡Non son mormones, son los mamones! ¡Están aquí! -susurró, de nuevo al teléfono- ¿Qué hacemos? - Luis, deja ya la cháchara, que llegamos tarde -advirtió su madre, mirando el reloj de pulsera. - Mamá, salid vosotras, que yo ya os alcanzo -se le ocurrió a bote pronto. - Venga, no te entretengas. Nos vemos allí. - Vale, mamá. ¡Hasta ahora! -su madre y su hermana salieron cerrando la puerta- ¿Qué hacemos? Están a punto de llegar. Seguro que van pegando en todas las casas y comprobando si la gente que sale coincide o no con sus aparatitos, así que, como se lleguen por aquí, me pillan seguro. Hay huellas mías por todas partes, supongo. - “Los mamones, no mormones”. Eres un poeta, Figura -escuchó al otro lado del teléfono-. No te preocupes: está claro que van al tuntún. Si supieran dónde vivimos ya nos habrían pescado. Es más: seguramente no es el primer barrio que visitan. Bueno, salta el muro de tu patio, cruza por el solar de detrás de tu casa hasta mi calle y yo te espero en la esquina. Podemos despistarlos. Voy a coger la moto y a salir como un petardo por la puerta del garaje. Te doy tres minutos. Si cuando pase por allí no estás, tiro para la fábrica de ladrillos. Así que no te retrases, gordo. ¡Tres minutos! Y colgaron los dos a la vez. Luis cogió el macuto que había preparado la noche anterior y salió al patio. “Empezamos bien el domingo: en vez de ir a misa, a correr como un gallina”. Cogió la escalera de mano, la puso contra el muro trasero, subió y se dejó caer al otro lado. Aquel solar era una especie de lugar de recreo para los niños, con sus cajas de madera apiladas, sus tubos de hormigón dentro de los que se arrastraban jugando al escondite, e incluso un columpio que colgaba de una viga de hierro clavada en la pared de uno de los vecinos. Luis se resbaló, cayó al suelo y rodó. Se miró el codo derecho: desollado. - ¡Mierda! Se levantó, se sacudió la ropa y echó a correr. Escuchó una moto que aceleraba. Salió a la calle, siguió hacia la izquierda hasta la esquina y llegó justo cuando Ani, derrapando, paraba en seco. - ¡Vamos, sube, Figura!
Se montó de un salto, y arrancaron. Desde el fondo de la calle venían dos agentes corriendo a una velocidad pasmosa. Ani bajó por la perpendicular hasta el fondo del barrio, y luego tomó hacia la izquierda. Al coger el puente que cruzaba el riachuelo un vehículo les salió al paso. Abrió gas y aceleró. El coche les pisaba los talones. Luis se cogió con fuerza a la cintura de la piloto, justo antes de que la moto se metiera, dando un salto, en el sendero estrecho que, bajando y cruzando entre dos grandes algarrobos, llegaba hasta la carretera general. El automóvil que los perseguía se detuvo al final del camino, y retrocedió buscando una vía alternativa. Cruzaron la carretera sin mirar siquiera. Oyeron a sus espaldas una bocina y un frenazo, pero siguieron adelante. Subieron por el camino que cruzaba el olivar que había al otro lado del barrio. Ani echó un vistazo por el retrovisor: nadie venía detrás. Siguió serpenteando unos minutos cuesta arriba y cuesta abajo, siempre hacia el norte, entre carriles y veredas, volviendo la cabeza de cuando en cuando. Después viró hacia el este, bajó por un terraplén tocando el freno y paró justo detrás del enorme tronco de uno de los árboles más viejos del monte. Luis estornudó justo sobre su espalda. - Qué asco, por Dios, Figura. - Es que me estabas haciendo cosquillas en la nariz con la melena al viento -se excusó este. - Bueno, ya puedes soltarme -Ani miró hacia atrás. - Perdón -respondió, abriendo las manos y poniéndose rojo como un tomate-. Que me he visto en el suelo. Unas pocas veces. Conduces que ni El Halcón Callejero. - Qué más quisiera. En fin, estamos bien, que es lo que importa. Vamos a quedarnos aquí escondidos hasta que veamos que no hay peligro. Tenemos que llegar lo antes posible a la fábrica, para avisar a Manos Largas. Mi hermano ya sabe que la cosa se ha puesto más fea que pegarle a un padre, y va a decírselo a los suyos. - ¿Y el Lopo? - El Lopo también está avisado. Él se iba a buscar la vida con mi bici, en su calle no había todavía ningún mormón mamón de esos. Madre mía, estoy que me va a estallar el corazón. Bueno, vamos a tranquilizarnos un poquito. - Vale. Yo me voy a echar aquí contra el tronco del olivo. Respira hondo… - Yo no sé cómo puedes estar tan tranquilo. En serio. - Que te lo crees tú. La procesión va por dentro, lo que pasa es que a mí se me nota menos. Oye, que gracias por avisar. Estás en todo, quilla. - No te vayas a creer, ha sido pura casualidad. Iba a salir a por el pan, he abierto la puerta y he visto un coche aparcado más allá que me ha parecido sospechoso. Vamos, que tenía la misma pinta que los de ayer. Ya sabes tú que los coches de mi calle me los conozco todos. Entonces he mirado para la esquina y los he visto. Supongo que habrán empezado a fisgonear por los dos extremos y hacia dentro. Y nada: hemos escapado por un pelo. Y dos algarrobos. - ¿Cómo se nos ocurrió la idea de ir al cortijo? Esta mañana me he despertado preguntándomelo -se lamentó Luis. - Y yo qué sé. Fue cosa del Lopo, y los tres dijimos que sí. Pero claro, Figura, si yo no hubiera pasado tres quilos del trabajo y te hubiéramos hecho un poco más de caso no tendríamos que haber llegado a esos extremos. En fin, las cosas están así y, como dice mi padre: “si tiene solución, para qué vas a preocuparte. Y si no tiene solución, para qué vas a preocuparte”. Escucha esto, y verás cómo se te quitan todas las pejigueras. Lo he descubierto hace poco tiempo. Son la leche -Ani sacó de su pequeña mochila el walkman, le acercó uno de los auriculares de los cascos a Luis, ella juntó su cabeza y se arrimó el otro, y apretó el botón de inicio. - ¡Madre mía! ¡Cómo suenan! ¿Quiénes son? -dijo él al cabo de un minuto, abriendo mucho los ojos. - Se llaman U2. Y esto es I still haven’t found what I’m looking for. A esta gente les pasa como a nosotros: no saben de qué va la cosa, pero siguen corriendo. Escucha, escucha qué punteo. - La semana que viene te doy una cinta y me haces una copia. Si todas las canciones son como esta, está flipante. Te ha dado por la música en inglés, ¿eh? - Hombre, el mérito es de mi hermano. Él me abrió el camino. Pero ya sabes que tengo todas las cintas de los Cero. Y El Último de la Fila me gusta también. - Ah, sí. Es verdad, me olvidaba del coñazo que has dado con los Cero este verano -bromeó Luis, y se ganó un coscorrón. - Bueno, venga, en marcha -dijo Ani cuando terminó la canción-. Que hay que machacar a unos cuantos putos robots o androides o copias chungas de la misma persona o lo que quiera que sean esas cosas del futuro. Joder, tío, nunca en mi vida creí que podría estar diciendo algo así en serio -se echó a reír, apagó el aparato, recogió los auriculares y se puso en pie. - Pues imagínate yo -añadió Luis-. Tengo en mi cuarto un póster de Comando G, y siempre he soñado que, no sé, animaba a un grupo de rebeldes con una frase de estas chulas, tipo: “tenemos que atravesar el agujero en el tiempo y derrotar a los robots enemigos que han invadido nuestro mundo”. Pero claro, ¡quién se iba a imaginar que unos robots enemigos iban a invadir Málaga! En fin, que preferiría estar leyendo, sentado en mi cama, y que esto fuera solo una historia. - No hay moros en la costa -cortó la reflexión ella, que ya había arrancado la moto-. Agárrate, Figura. ¡A la fábrica! __________ La puerta de aluminio se abrió con disimulo. Miguel asomó la cabeza muy poco a poco, miró a izquierda y derecha y respiró aliviado. Volvió adentro y cogió el teléfono, que había dejado en el suelo. - No. Nadie en la calle. Seguro, Ani. Que no, tranquila. Sí, salgo pitando para allá y voy preparando las cosas con Manos Largas. Vale, esperamos a los demás. Ten cuidado, tú. Venga, hasta luego. Colgó, se crujió los dedos y respiró hondo. - Mamá, tengo que salir. - ¿Tan temprano, niño? ¡Pero si hoy es domingo! - Es que he quedado con Luis y Ani. - Bueno, no vengas tarde, que hoy voy a hacer guisado de arroz, ¿eh? - Vale, mamá. Si no pasa nada, estaré aquí para las dos como mucho. Aunque... si no he llegado, no me esperéis. “Si no pasa nada. Esto es una locura. Bueno, no le des más vueltas. Bici, y arreando”.
Revisó el macuto. Asintió. Sacó la bicicleta del patio, pasó por el salón y el pasillo de entrada, abrió la puerta interior de madera y luego la de aluminio. Cerró, se montó y pedaleó hacia su izquierda. Cuando llegó al final de la calle miró abajo, y vio un coche que arrancaba. Era uno de aquellos tres, estaba seguro. Se escondió tras la esquina. Aguzó el oído. Dos personas corrían hacia el coche. Debían ser agentes… Entonces escuchó el ruido de la moto. Habían visto a Ani. Asomó la cabeza. Al final de la cuesta, en lo hondo del barrio, vio pasar como un rayo un Vespino rojo con dos tripulantes. No pudo fijarse en quiénes eran, pero se lo imaginó: ella y el Figura. No podía hacer nada: el coche había arrancado y los perseguía. Miró un momento al cielo cruzando las manos. Luego partió en dirección opuesta, salió del barrio procurando no mirar atrás, y se metió en el carril que llevaba hasta la zona industrial. Pasó como un rayo por la calle principal, siguió hasta el final y cogió el camino que desembocaba en la entrada de la vieja fábrica de ladrillos. No había encontrado un alma en todo el trayecto. Respiró aliviado. Se secó el sudor, miró por entre los barrotes del portón de entrada y gritó: - ¡Eh, Manos Largas! ¡Ya estoy aquí! ¡No me vayas a arrancar la cabeza con esas uñaracas ni nada por el estilo! ¿Vale? Nadie contestó. Se bajó de la bici, empujó el portón y se metió. - ¡Vengo para ayudarte a preparar las cosas! ¿Dónde estás? Desde la oscuridad que quedaba tras la puerta de acero de acceso al edificio principal le llegó un ronquido. Era la Sombra, que intentaba hablar. Siempre le costaba empezar. Era un sonido extraño, como el de un coche que arrancara muy poco a poco, tras varios intentos, porque había estado mucho tiempo parado. Miguel llegó hasta el vestíbulo. - Buenos días -le dijo. - Bue… nos días -respondió Manos Largas, al fin. Estaba sentado cerca, dentro del recinto. - ¿Has dormido bien? - Bien. Gra… cias. -Bueno, supongo que los demás estarán aquí en un ratito. Los agentes están interrogando a los vecinos. Por eso hemos tenido que salir corriendo antes de tiempo. En fin, yo voy a ir preparando lo que dijimos ayer, y cuando veamos que estamos listos tú haces tu parte. ¿Seguro que hay que matarlos? - No matar… Ellos no son vivos… -respondió Manos Largas-. Desconectar. Reventar. Apagar. - Reventar. Ese es el espíritu, colega -le dijo el adolescente, chasqueando los dedos-. En fin, si hay que hacerlo, se hace. Bueno, tío: vamos allá. - ¿Dónde Ani… y Luis? -preguntó Manos Largas, mirando hacia fuera de la verja. - Despistando a uno de esos coches. Pero no te preocupes: conocen el barrio mucho mejor que esos albinos asquerosos. No hay problema. Lo que tarden en escabullirse y venir. - Vale… Vamos. Así pues, el chaval y la Sombra comenzaron a prepararse para defender la fábrica del próximo ataque de los agentes y su jefa Nyma. Miguel sacó una caja grande de canicas, otra de petardos, tres rollos de cuerda y el alfiletero de su madre, repleto de agujas y alfileres. - Es todo lo que he conseguido en mi casa. Supongo que los otros traerán más cosas. - Bien. Esto en cuerdas… -dijo Manos Largas, señalando las agujas- y cristales redondos… aquí. __________ Juan se levantó con los ojos llenos de legañas y se apartó el pelo de la cara. Había estado toda la noche navegando de pesadilla en pesadilla con un monstruo que decía que era bueno y unos agentes falsos de pelo blanco y colmillos largos que se lo querían comer. Abrió la puerta del cuarto. El puño de Ani le dio en pleno pecho. - ¿Pero qué haces, niña? -le preguntó, sorprendido. - Vaya. Perdona, iba a pegar -contestó Ani, esbozando una risita. Luego se puso muy seria-. Me parece que vamos a tener que adelantar las cuestión. Los agentes están por las calles. Preguntando cosas. No sé qué, porque ni me he acercado, pero seguro que nos buscan. - ¿Están aquí? Como se les ocurra entrar en esta casa, se van a enterar de quién soy yo. - Bueno, no levantes la voz, que tampoco es plan de que se entere todo el mundo -susurró ella-. Yo me piro con la moto. Voy a llamar al Lopo y al Figura, a ver cómo nos las ingeniamos. Tú espera un momento. Si pegan en la puerta los agentes, te inventas cualquier cosa. No, mejor que ni contestes, porque seguro que te tienen en la lista. Avisa a los que nos iban a ayudar, y tirad para la fábrica lo antes posible. No se te olvide llevarte lo que dijimos ayer, ¿vale? - Tú vete tranquila, niña, y ten cuidado. ¡Recuerda que la moto es mía! - Ya, sí, claro. Bueno, nos vemos por allí. ¡Adiós! Y gracias. Ani habló por teléfono, y después se metió en el garaje. Al poco tiempo se escuchó un acelerón. Juan movió la cabeza con desaprobación, camino de la cocina. Echó en la mochila una botella de aceite, el paquete de cigarros que tenía en el cajón de la mesilla de noche debajo de los libros, un rollo de alambre, una caja llena de clavos oxidados que su padre tenía olvidados en el mueble de las herramientas, un martillo, un cincel, dos botes de silicona, varios tenedores y otros cuantos cuchillos. - Madre mía. Esto va a parecer un capítulo de El equipo A. Esperemos que los planes salgan bien, por el bien de todos… Telefoneó a los dos amigos que se habían animado la noche anterior a acompañarlo hasta la fábrica de ladrillos y ayudar “a repartir guantazos y puñetazos hasta que nos sangren los nudillos”. Quedaron en la puerta de la casa de Francisco, un fanfarrón al que le gustaba presumir de musculatura y hombría delante de los compañeros y, sobre todo, las compañeras de clase. Juan se echó la mochila al hombro, cogió la bici de su hermana y salió a la calle. Sus padres todavía dormían: era el único día en el que podían estar juntos hasta tarde. Al cruzar la esquina y meterse en la calle donde vivía Francisco se dio casi de bruces con María, la abuela del Gurri, que estaba hablando con un par de vendedores de sombrero y traje gris. - Les he dicho que no, y es que no. Que me importa un pimiento lo mal que esté el mundo. Bastante mal estamos por aquí, ¿saben? Además, ¿a ustedes qué les importa lo que les pasa a los chavales del barrio? Que no me calienten más la cabeza, ¿ein? ¡Y no me pisen la acera, que acabo de barrer! - Buenos días, María. ¿Cómo va la cosa? -saludó Juan. - Pues nada, hijo, lo que hay que aguantar un domingo tan temprano. Estos testigos de yo no sé quién, que ni se quitan las gafas siquiera para hablar con una. Valiente poca educación. - Bueno, ánimo. Yo tengo prisa. - Pero hijo, ¿dónde vas con tanta bulla? ¡Que no se va a acabar el mundo hoy! - Dios la escuche, María. ¡Hasta luego! - ¡Buenos días nos dé Dios! Pero el de verdad, no el tontainas del que habla esta gente. ¡Venga, hopo! ¿Están ustedes sordos, o qué? Juan pasó por delante de los dos personajes sin levantar la cabeza. Cuando María soltó lo de las gafas, lo supo: eran ellos. Siguió su camino a pedaleo acelerado y se detuvo en el portal de Francisco. Allí estaban esperando Nicolás y su novia, una rubia llena de pecas con el pelo recogido en una cola de caballo, que mascaba chicle con nerviosismo. - Pero Nico, ¿te has traído a Lucía? -observó Juan- Que no vamos a echar un día de campo y amor… - Eso díselo a ella, Juanillo -le respondió Nico-. Que dice que se viene y se viene; que si tu hermana está en peligro, allí va ella. - Y ya está -dijo Lucía, antes de hacer una pompa de chicle y explotarla-. La pobre de la Ani teniendo que huir de unos rusos chungos mafiosos, ¿no? Pues aquí estoy yo, que donde pongo el ojo, pongo la flecha. - ¿Unos rusos? ¿Pero qué le has dicho? -preguntó Juan a Nico. - Yo qué sé, tío. Lo primero que se me ha ocurrido. Tú tampoco es que hayas concretado mucho, ¿sabes? - Bueno, vamos adentro, que no me fío yo un pelo de esos dos que van de puerta en puerta vendiendo salvación calle adelante -dijo Juan, señalando a los dos predicadores que venían todavía lejos-. ¿Está este tío dentro, o no? - No sé, yo acabo de llegar -dijo Nico-. Venga, pega. Juan dio un par de toques en la puerta. Se escuchó un cerrojo, se abrieron dos palmos de la hoja de madera y salió una cabeza afeitada de grandes orejas. - ¡Vaya, si hemos traído mujeres también! ¿Cómo va la cosa, compadres? ¿Y qué coño haces tú con esa bicicleta rosita, Juanillo? - Buenos días, tonto del culo -lo saludó Lucía. - Venga, Cabeza, abre la puerta y vamos para dentro, que tenemos muchas cosas que hacer -le dijo Juan. Pasaron al cuarto de Francisco, que parecía una auténtica pocilga: ropa encima de la cama deshecha, calzado esparcido por el piso sin ningún orden, libros aquí y allá, la mesa a rebosar de folios, cintas, disquetes y carcasas variadas entre dos montones enormes de cáscaras de pipas… - Eres un guarro, tío -le dijo Nico. - Si no te gusta, vete. Es que no me ha dado tiempo de arreglarlo -le respondió Francisco, encogiendo los hombros. - Llevas años sin tener tiempo, es verdad. Demasiado trabajo -le replicó irónicamente Lucía. - Bueno, vamos a lo que vamos. ¿Qué nos hace falta? Yo estoy dispuesto a reventarle el hocico a quien sea -se envalentonó Francisco, enseñando bíceps. - Vamos a ver: aunque quisiera explicaros a fondo lo que pasa, lo mejor es que lo veáis vosotros mismos, porque no me vais a creer -dijo Juan-. Olvidaos de todo lo que sabéis y… Yo qué sé, preparaos para cosas que no habéis visto nunca en vuestra puñetera vida. Yo ayer me quedé con la sangre cuajada, después de pegarme un susto… Todavía se me ponen los vellos como escarpias. Quién me mandaría a mí perseguir a mi hermana para que me devolviera la cámara. Fue una cosa… como si de repente me hubiera metido en mitad de La guerra de las galaxias. - Ya será menos, hombre. En fin, a ver quién se atreve con estos puños -volvió a envalentonarse Francisco. - De verdad, Cabeza -le advirtió Juan-, cuando veas aquello se te van a encoger los huevos hasta que no te los sientas. Pero bueno, allá tú. Lo dicho: recogemos lo que nos hace falta, y tiramos para la fábrica de ladrillos. ¿Cómo habéis llegado vosotros? -preguntó a Nico y Lucía. - Ni que viniéramos de la Estación de Cártama, tío. Andando, ¿cómo vamos a haber venido? Vivimos ahí al lado -le contestó Nico. - Esto… Pues tenéis que llegar hasta allí. Si queréis ir a patita, vosotros mismos. Yo me voy pedaleando -dijo Juan. - Mi casa pilla de camino, Juanillo. Recojo mi bici y nos montamos los dos -informó Lucía. - Vaya par de mariconas, yendo en bicis de tías. ¿Qué pasa, que tu hermana te ha robado la moto? Por llamarla “moto”, porque esa mierdecilla de Vespino ni es moto ni nada -preguntó Francisco. - Se la llevó esta mañana. Tuvo que salir pitando porque casi la pillan los… -quiso explicar Juan. - Te lo digo como lo siento, chaval -lo interrumpió Francisco-: tu hermana es muy guapa, pero desde que le ha dado por volverse machorra está muy rara. Rara que te cagas. Aunque no me extraña, saliendo y entrando con esos monstruitos de su clase… - Mira, Cabeza, el mote no te lo pusieron por el cerebro, ¿verdad? -le preguntó con retranca Lucía- Claro que no, entonces te llamarían “Mosquito”. Haz el favor de dejar de meterte con Ani. Vamos a ayudarla, a ella y a los monstruitos. - Nunca mejor dicho -añadió Juan, dándole un tortazo en un hombro-. Te lo voy a repetir otra vez, amigo: cuando veas de lo que son capaces ellos y su nuevo colega se te van a quitar las ganas de hacer bromitas. Así que vamos a dejarnos de tonterías y a coger las cuatro cosas que nos faltan. A ver, ¿qué tienes por aquí? Cargaron un par de macutos con martillos, clavos, cuerdas, una escopeta de perdigones y una caja de balines, una botella de gasolina, un par de mecheros, trapos viejos, un guarrito, varios destornilladores, tornillos y tacos del 6. - ¿Y con esto se supone que vamos a defendernos de qué? -preguntó Nico. - Yo he quedado en que iba a animaros a ir: las dudas las consultáis con los niños -dijo Juan-. Lo primero es llegar al lugar, así que vamos. Yo me largo ya, que vaya que estén esperándonos, o que los malos aparezcan antes que nosotros. - Yo cojo mi moto. Te lo repito: mi moto. Por si hay que salir cagando leches -dijo Francisco. - ¡Vaya, el valiente de los músculos parece que se está convirtiendo en gallina, cooc, corocó! -exclamó Lucía, moviendo los brazos y sonriendo- Nosotros vamos tirando también. Nos vemos allí. __________ Juan llegó hasta el portón de la fábrica y miró atrás. Desde el fondo del camino venía Francisco dando acelerones y haciendo caballitos. Había salido más tarde por un apretón de última hora. Poco después aparecieron Lucía y Nico montados en una bici con cestito. - Bueno, aquí estamos. ¿Y ahora, qué? -preguntó Nico. - Ahora -explicó Ani, apareciendo de la nada en medio del grupo- procurad no pisar las trampas que ya están puestas, y a preparar lo que falta. - ¡Joder! ¿Habéis visto? ¿De dónde has salido, niña? -gritó Francisco, señalándola con el índice. - Es una de las muchas cosas que tenemos que explicaros mientras trabajamos -respondió Ani-. Os va a sonar a trola, pero lo que está pasando es muy fuerte. Es mejor que sepáis lo más posible antes de que lleguen los malos, aunque me parece que vamos cortitos de tiempo. - ¿Pero tú lo has visto? ¿Qué es esto, una especie de truco de magia? -siguió gritando Francisco, dirigiéndose a Nico. - Eh… No lo sé, tío. ¿Qué le pasa a tu hermana? -dijo Nico a Juan. Ani desapareció y se volvió a hacer presente dentro del patio de la fábrica. - ¡Joder! ¡Otra vez! ¡Esto es cosa de brujas o algo así! -gritó nuevamente Francisco. - Cabeza, haz el favor de callarte -dijo Ani, muy seria-. Ahí voy, así que escuchad con atención: el Figura, el Lopo y yo entramos el viernes en el cortijo abandonado de las cañas de azúcar. Allí nos encontró un monstruo que al final se ha hecho amigo nuestro, y nos ha dado esta especie de poder raro de aparecer y desaparecer. Él está huyendo de unos agentes con sombrero, pelo blanco y traje gris que lo quieren capturar: lo mismo los habéis visto esta mañana por el barrio. Son unos cabrones, están dispuestos a hacer cualquier cosa para cogerlo y, según parece, quitarnos del mapa también a nosotros. Así que hay que procurar matarlos antes de que nos maten. - ¿Pero qué cojones…? ¿Estás en serio? ¿Juanillo, está hablando en serio la colgada de tu hermana? -preguntó Francisco. - Muy en serio -le contestó Juan-. Así que si quieres salir cagando leches como un cobarde, como dijiste antes, ahora es el momento. Y si no, cállate de una vez y deja que te expliquemos lo que falta. - Por cierto, necesito que alguien me eche una mano -gritó Miguel, que acababa de surgir de la nada, en la entrada principal de la fábrica, cargando un enorme altavoz. - ¡Eh! ¡Mis bafles! ¿Qué haces con mis bafles? -Preguntó Nico. - Perdona, pero no había tiempo para explicaciones. Como se supone que ibas a venir, he creído que no te importaría que los utilizáramos para la batalla -le respondió Miguel-. Por cierto, ¿me ayudas a llevarlos hasta aquella esquina? - ¿Te has traído también el tocadiscos? -le preguntó Lucía. - Ya está arriba. Bueno, si dais permiso, claro -dijo Ani. - Qué remedio. En fin, ¿dónde está el monstruo amigo vuestro que os ha enseñado a hacer eso? Porque yo estoy alucinando en colores -preguntó, encogiendo los hombros, Nico. Manos Largas salió a la luz y saludó. Lucía se tragó el chicle, y Nico lanzó un silbido de admiración. Francisco por su parte arrancó la moto y huyó despavorido. Mientras trabajaban en la defensa del edificio en ruinas, los tres adolescentes narraron en pocas palabras de dónde venía la Sombra y por qué tenían que eliminar a sus enemigos. Luis fue el que dijo que Manos Largas iba a atraer a once robots muy malos con su jefa, que parecía La bruja Avería, hacia la fábrica convertida en trampa, a lo que Lucía respondió proponiendo echar agua al monstruo a ver si se multiplicaba como Los gremlins; Nico, por su parte, siguiendo con la broma, preguntó si Manos Largas había evolucionado desde un gato como el de El Enano Rojo, chiste que Ani, que nunca había visto la serie, no entendió. Después de más de una hora de trabajo, todo quedó preparado. Hicieron una última revisión para asegurarse de que cada cosa estuviera en su lugar y funcionara correctamente. Cada uno buscó un escondite seguro lejos de los invasores y cerca del lugar donde estaba la trampa que debía accionar. Cuando Manos Largas apareciera en medio del patio, después de haber encontrado y conducido a los agentes hasta allí, atacarían uno por uno, en estricto orden. Según la Sombra, las trampas que habían preparado eran las correctas, aunque los jóvenes se quejaron de que aquello no tenía pinta de ser demasiado mortífero para unos androides llegados de un futuro lejano. Era casi mediodía, y ya Manos Largas estaba a punto de irse, cuando se escuchó un motor que aceleraba al fondo del camino que llevaba desde el polígono industrial hasta la puerta. Luis se asomó por encima del promontorio que habían formado en la parte interna del muro exterior y vio venir la moto de Francisco a todo gas. - ¡Vienen! ¡Los he visto! ¡Me han visto! ¡Vienen detrás! ¡Vie…! Fue lo último que pudo decir antes de que un rayo impactara en su vehículo, y moto y piloto volaran por los aires; Francisco dio tres vueltas de campana y fue a aterrizar contra el portón de entrada, que habían cerrado y asegurado. Ani y Manos Largas aparecieron junto al joven, desvanecido y ensangrentado, lo cogieron y volvieron a desaparecer. Lo llevaron hasta la habitación en la que había dormido la Sombra y lo dejaron con delicadeza sobre una manta. Tenía un brazo partido, múltiples heridas en la cara, y sangraba por una pierna. - ¿Está muerto? -preguntó Ani, preocupada. - Mal. No muerto -contestó Manos Largas, tocándolo con los dedos. - Vale. Qué pena, tanto cuerpo y tan poca cabeza... A ver si Nico le echa un vistazo: es el que más entiende de estas cosas. Le pego un toque. Nosotros a por esos hijos de puta, Manos Largas -dijo Ani-. Ya saben dónde estamos. Que entren. - Vamos -respondió Manos Largas, sacando las garras. Los tres coches se acercaron rápidamente. Cuando estaban a punto de entrar quitaron el camuflaje y derribaron el portón exterior de un certero disparo. - Seguro que en vuestro limpito mundo de mierda no hay aceite ni porquería en el suelo, ¿verdad? -preguntó Luis, que se había metido dentro del edificio y se asomaba tras el cristal de una de las ventanas del primer piso, con el extremo de una cuerda en una mano. El primer automóvil entró en el patio de la fábrica a toda velocidad. De repente, el sistema de navegación se volvió loco al pasar sobre un círculo lleno de aceite y cientos de canicas, justo tras el portón caído. Las pequeñas esferas de cristal reventaron con la presión del mecanismo de levitación y se convirtieron en astillas que, envueltas en el aceite e impulsadas por los campos magnéticos inferiores, se introdujeron por los conductos de refrigeración del motor. Luis tiró de la cuerda, y decenas de clavos oxidados cayeron justo desde encima del vehículo, acabando también dentro del mecanismo ya descontrolado. El automóvil empezó a dar vueltas sobre sí mismo, yendo a estrellarse de costado contra uno de los muros de la construcción. Manos Largas apareció justo al lado, introdujo las dos garras por el cristal que se había roto y arrancó la cabeza al conductor. - Once -dijo, entornando los ojos y sosteniendo su trofeo, de cuyo cuello colgaban cables, restos de piel falsa y líquidos que escapaban de sus conductos.
Mientras tanto Lucía, que estaba en una de las habitaciones del primer piso, junto al equipo de música, había conectado el plato de disco. Los dos altavoces, escondidos en dos esquinas del patio tras montañas de escombros, atronaron a todo volumen con un susurro que exigía “I want my MTV” 7 acompañado de la guitarra de Mark Knopfler y una batería aporreando insaciablemente cada recoveco. Los tres agentes que quedaban en el primer bólido salieron tapándose los oídos. Dos cayeron bajo las garras de Manos Largas, y el tercero, que cargaba un arma, recibió un navajazo de Ani, que se había hecho presente justo delante y remató la faena hundiendo el arma una y otra vez en el pecho del androide, hasta que la Sombra la cogió por el hombro y se la llevó más allá. - ¡Leña al mono, niños! -gritó Juan, desde el tejado, mientras dejaba caer sobre el segundo vehículo una telaraña hecha a base de cuerda, alambre, alfileres y petardos, y conectaba luego el otro extremo al único enchufe disponible en la terraza. Un chisporroteo eléctrico cubrió el coche. La extraña red alcanzó el suelo, que prendió con la gasolina que habían esparcido anteriormente, y sobre la que había ido a detenerse: en pocos instantes se convirtió en una bola de fuego mientras los petardos explotaban en todas direcciones. Los cuatro agentes salieron despavoridos con la piel y los vestidos en llamas. - ¡Perfecto! -gritó Nico, que venía, escopeta en mano, subiendo las escaleras de hierro que daban al primer piso desde el fondo del edificio, después de haber hecho una cura de urgencia a Francisco-. ¡Me toca! Fue hasta una de las ventanas de la habitación que daba al patio de entrada, hincó la rodilla en tierra y apuntó a uno de los agentes que ardía consumiéndose. Entonces vio, a través del punto de mira, un tremendo fogonazo que surgió de la nada. La música dejó de sonar de repente. Dirigió la vista hacia el tercer automóvil, que había frenado justo antes de llegar al muro exterior, y vio a la agente Nyma con un cañón al hombro, sonriendo. Escuchó su oscura voz: - ¡Salid ahora mismo con las manos en alto! ¡Vuestro amigo el monstruo ha caído! - ¡Salid, gente! ¡Le han dado! ¡Está atrapado! -gritó Ani. Nico dejó la escopeta apoyada contra la pared y se asomó al cristal. Vio una red de luz verde; en su interior, retorciéndose de dolor, se debatía Manos Largas. Ani estaba en mitad de la explanada, con las manos alzadas. Luis había intentado volar para ayudar a la Sombra antes del disparo, pero llegó tarde y cayó al suelo en mitad de su viaje. Juan venía bajando desde el tejado. - Vamos. Se acabó -le dijo. Por el rabillo del ojo, Nico vio, mientras se dirigía a la escalera para descender hasta la explanada, a Lucía dar un salto y desaparecer detrás de un muro. Cuando llegaron abajo se colocaron todos en fila, con los brazos levantados. Miguel apareció desde detrás del círculo de fuego. - ¿Estáis todos, niños? -preguntó Nyma. - Sí, zorra -dijo Nico, escupiendo en el suelo y llevándose un puñetazo por parte de uno de los tres agentes que todavía quedaban en pie. - Vaya. Os he subestimado claramente. No me imaginaba que tendríais esta capacidad de combate. No os preocupéis: no volverá a pasar. Pero vayamos por partes. Agente Spiner-24, prepara el arma para matar y dispara -dijo Nyma, dándole el cañón-. Íbamos a capturar a la Sombra, pero se ha vuelto demasiado peligrosa. Así que acabaremos con ella, y luego ya veremos lo que hacemos con vosotros. Seguramente también os eliminaremos. Es mejor no dejar huellas en el pasado, nunca se sabe qué podrán hacer unos estúpidos así. ¡Apunta, Spiner-24! - Apuntando -dijo el agente. - ¡No! ¡No puedes! ¡Déjalo en paz! -gritó Ani. - Fuego -ordenó Nyma. El agente pulsó en la pantalla del mortífero cañón. Sin embargo, ningún resplandor se abatió sobre Manos Largas. Se escuchó un chasquido, y arma y agente estallaron y volaron por los aires.
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7 - Dire Straits (Ft. Sting), Money for nothing, Vertigo 1985.