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Don Gabriel caminaba preocupado hacia casa. Siempre andaba intranquilo. No porque le faltara algo: poseía una mujer y unos hijos preciosos, riquezas de sobra, una fastuosa mansión rodeada de un hermosísimo jardín, una colección de coches y un yate envidiables, una legión de obedientes servidores y empleados… y lo más importante: poseía un futuro espléndido.
Su preocupación tenía razones más que justificadas: no se podía fiar uno de nadie. Acababa de echar a dos empleados, unos auténticos zánganos que no habían cumplido con sus expectativas. Algún consejero le había recordado que tenían familia, pero qué demonios: la familia en aquellos tiempos no significaba ya nada.
El interés de sus pasos se centraba ahora en dos cosas: había dejado el Mercedes en su taller de confianza para que le arreglaran un pequeño roce en una de las puertas; y en casa lo esperaban su mujer, sus hijos y el banquetazo de Nochebuena, que deseaba celebrar lejos del estúpido ruido del populacho y las agobiantes dificultades de su posición.
Le gustaba la Navidad, una época donde la gente simula ser feliz y repartir amor por doquier, cosas que a él personalmente le importaban muy poco. Sin embargo, la vivía con cierto orgullo y un sabroso aire de venganza: él se veía obligado a fingir durante todo el año que los demás a su alrededor merecían su atención y respeto. Debía sonreír a sus empleados, o hacer ver que los problemas del mundo ocupaban un puesto central en su corazón. Tenía la necesidad de convencer a todos de que era muy de izquierdas, para agradar a aquellos que seguían sus soflamas políticas de “líder del pueblo”. Su astucia, no obstante, le había resultado muy provechosa: bajo su dedo, autoritario y populista, los trabajadores se denunciaban unos a otros si alguien no seguía “el plan”, trazado por su pequeña élite de sagaces informantes adiestrados a los que recompensaba con pequeños saltos en la madeja de poder cuyo centro, cual tarántula que siente y controla la vibración de cada hilo, ocupaba él. A nadie se le ocurría referirse ahora a sus posesiones, sus cuentas bancarias, su férreo puño de empresario: la niebla de su personaje ocultaba la realidad.
Don Gabriel sonreía distraído. De repente, se volvió: había creído escuchar unas pisadas que, desde el fondo de la calle, sigilosas, se acercaban. Entornó los ojos: no vio a nadie. Encogiendo los hombros, continuó su camino.
Estaba a punto de llegar a casa. Paró en seco y volvió a escuchar. Esta vez no podía estar equivocado. Juraría que había sentido justo detrás un ris, ris, ris, como de zapatos de goma, y un tintineo de cascabeles.
- ¿Quién hay ahí? -gritó, sin volverse.
- Oh, nadie, nadie -contestó una aguda voz.
- Aléjese de mí, o llamaré a la policía -advirtió don Gabriel, sacando su móvil.
- Adelante, tonto del culo. Llama a la policía o al reno borracho de Santa Clavos. Va a dar igual -dijo la voz, entre molestas risitas nerviosas.
Don Gabriel, paralizado por aquellas palabras, empezó a asustarse. Intentó recordar una de las muchas llaves de artes marciales que había aprendido para su defensa personal, pero tenía la mente en blanco.
- No te esfuerces, chalado. Solo vengo a decirte cuatro cosillas -replicó la voz.
Don Gabriel giró en redondo. Frente a él había un curioso ser: ojos enormes, orejas aún más grandes, gorro negro y largo con tres puntas de las que colgaban cascabeles, piel blanquecina, descomunal joroba, marcada sonrisa con dos dientes podridos asomando entre los numerosos pliegues del labio inferior, dedos arrugados y huesudos, largas garras, piernas esqueléticas y desnudas.
- ¿Qué… quieres? -preguntó, aterrado, don Gabriel.
- Oh, nada, estúpido idiota -gorjeó el espantajo-. Soy un espíritu de la Navidad. Uno de tantos. Sí, no te imaginabas a alguien tan feo. Lo siento: cada uno se ve a sí mismo por dentro cuando me mira, así que el asco que te doy es el asco que da tu alma, repugnante salamandra ególatra. Verás: este año te he elegido justo a ti: ¡premio! Así que durante los próximos días te voy a joder vivo. Vas a suplicar piedad, igual que todos a tu alrededor han suplicado inútilmente un poco de misericordia hasta ahora. Ya conoces el viejo dicho: todo rico es ladrón o hijo de ladrones. Y para ti, cerdo salvaje cebado a costa de los que te rodean, ha llegado el día de la matanza. Así que vete a casa y disfruta hasta las nueve de esta noche. A partir de entonces eres mío.
- ¿Pero qué...? ¡Yo no he hecho nada malo! -exclamó don Gabriel.
- Oh, sí, todos dicen lo mismo. Bueno, he conocido algunos, muy pocos, que se han arrepentido, la verdad. Si no hubieras hecho nada malo, yo no estaría aquí. Así que esa excusa no te vale, mamón.
- ¡Tengo mis derechos! ¡Yo he creado mi riqueza! ¡Soy de izquierdas!
- Derechos, riqueza, izquierdas. Bla, bla, bla... ¡Mentiras! Acabas de añadir tres cargos más a tu cuenta: la izquierda y la derecha nunca han existido, tu riqueza es puro estiércol... y tus derechos, que has conseguido pisoteando a otros, valen una mierda. ¡Te toca sufrir! Hasta nunca, don Gabriel. ¡Y feliz Navidad, ho, ho, ho! -terminó chillando el espíritu, mientras desaparecía dejando un leve halo de niebla grisácea.
Don Gabriel permaneció un rato en la misma posición, sin comprender nada, imaginando que aquello era una absurda broma de un desconocido amigo del alma. Lo sacudió el sonido del teléfono móvil.
- ¿Qué pasa? -contestó, con ronco susurro.
- Don Gabriel, tenemos problemas. Acaba de llegar un correo electrónico con una denuncia acerca de sus cuentas bancarias. Y sus bonos… han desaparecido. Además…
- ¿Qué hora tienes? -preguntó don Gabriel.
- Las nueve, señor. ¿Por qué?
Una sonora carcajada restalló en la calle, seguida de otra aún más fuerte. Don Gabriel soltó el teléfono, cayó de rodillas y siguió riendo, riendo sin parar. Toda su vida, convertida en tragicomedia horriblemente divertida, pasaba por delante de su derrotada mirada.