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Foto del escritorLlamas, J.M.

La murga de imbéciles en general

Actualizado: 28 may 2021


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Málaga, a treinta de marzo del año en curso, dos mil ciento diecisiete.

- ...Y no os olvidéis de lo que ha dicho hoy el Señor: ¿que no tengamos enemigos? Nada de eso. Tampoco es que tengamos que buscarlos. Pero, como, para qué nos vamos a engañar, haberlos los hay, procuremos hacer lo mismo que él: quererlos, y no devolver piñazo por piñazo. Eso sí: tenemos que decir claro lo que pensamos. ¡Qué difícil es el equilibrio, Madre del Amor Hermoso! Total: rezad por mí, ya sabéis que yo rezo por vosotros. Y, por favor, rezad hoy también por el Málaga, a ver si ganamos un partido, porque la cosa está fatal. Como sigamos así, el Gato Romero no se come la tortilla de bacalao en Semana Santa.

»Podéis ir en paz.

- Demos gracias a Dios -contestamos todos, o por lo menos la gran mayoría.

Así comienza, estimado lector, un nuevo fragmento de la memoria de este viejo vampiro. Justo al final de la misa del domingo por la tarde, a la que, siempre que era posible, solía asistir porque disfrutaba mucho. Por una parte, gozaba con el sacramento en sí: ya sabe usted, si ha leído mis anteriores aventuras, que nada tiene mi enfermedad en contra de cruces, hostias consagradas o signos religiosos, y que nada tiene que ver con animales malditos, maldiciones demoníacas o pactos con Luciferes de tres al cuarto. Por otra parte, me encantaba escuchar la homilía del genial padre Paco, un buen anciano sacerdote con mucho que decir y ese punto justo de sentido del humor para comunicarlo ofreciendo esperanza y gozo, sin escandalizar a la gente sencilla.

Ya lo sé: me ha dado últimamente por recordar aventuras de hace cien años, pero qué quiere que le diga: aquello tuvo su gracia, y la época de la que le hablo resultó mucho más absurda de lo que se pudiera haber imaginado tiempo atrás, cuando los progenitores de aquella sociedad se pusieron de acuerdo en un conjunto común de derechos y deberes a compartir por el mundo más supuestamente civilizado.

Corría el mes de febrero del año dos mil diecisiete. Era un momento estrafalario en el acontecer histórico de aquella civilización que ya, según todos los expertos actuales, tocó a su fin: Occidente estaba envuelto en una espesa niebla cargada de asfixiante superficialidad, y no quedaba ningún horizonte de los que se habían abierto en la ya arcana época de la modernidad al que seguir mirando con una lejanía de más de dos palmos de narices. Lo que había estallado hacía siglos con una revolución de la burguesía contra las clases nobles estaba llegando al absurdo de una guerra entre partes nobles, también llamada “ideología de género”, en la que vulvas y penes se manifestaban sin cabeza alguna, y con la que ni un@s ni otr@s (y escribo aquí con la ya desterrada, gracias al cielo, arroba como símbolo de la estupidez que había alcanzado el lenguaje en los años a los que me refiero, durante los que el fin de no quedar mal con nadie se había impuesto a una mínima dignidad en los medios de comunicación escritos y orales) estaban ganando nada. Por supuesto, nadie miraba ya a construir algo medianamente perdurable para las próximas generaciones; al contrario, cada uno se preocupaba de su propio ombligo convertido en paellera gigante, y cada vez había menos ombligos nuevos; mientras, ancianos y jóvenes se veían abandonados a su suerte frente a la desgana, la impotencia y la incapacidad de sacrificio de los adultos.

Todo esto se vio sazonado con dosis cada vez más generosas de odio, extremismo y espeluznantes ansias de poder, hasta el límite, por ejemplo, de bautizar a un partido político con la primera persona del plural del presente de indicativo, voz activa, de este demencial verbo. En nombre de la libertad de expresión se reprimió todo aquello que no estuviera absolutamente de acuerdo con los simplistas embustes que defecaban los mequetrefes adalides de la susodicha libertad, gente que, desde la izquierda, la derecha o el centro, llevaba años, décadas incluso, llegando a las más altas cumbres del poder a base de no dar un palo al agua, y luchando con encono para no dejar de mamar de tan deliciosa teta, cada día más encanijada.

Era, en fin, un tiempo crítico en el que, si se cerraban los párpados y se afinaban los paneles auditivos, parecía oírse a lo lejos el relincho de los caballos del Apocalipsis. Pero claro: como tantas otras veces antes, lo que llegó no fue el final de los tiempos, sino la caída y posterior desaparición de una civilización que, en resumen, no daba más de sí. Aunque esto, estimado lector, ya lo sabe usted, que ha nacido en el inicio de este nuevo momento al que aún tratamos de buscar nombre.

Total: me he liado como un trompo en esta furibunda introducción. Haga usted el favor de disculparme. Concretando mi situación: hacía pocas semanas que me había puesto a trabajar como basurero, en el turno de noche. Todavía estaba en tiempo de prueba, como mis dos compañeros de aventuras de detritus, Lola y Joaquín. Si se pregunta cómo es que había podido entrar a realizar un trabajo de tales características, currículum incluido, teniendo en cuenta el supuesto previo de que había desaparecido oficialmente de la faz de la tierra hacía una veintena de años, ya que resulta poco menos que imposible justificar ante los seres queridos una juventud eterna, un pulso inexistente, una piel fría o una falta total de alimentación, si exceptuamos la sangre, con el fin de continuar una vida social corriente y moliente, la respuesta es menos complicada de lo que parece: se hace harto fácil manipular hojas de servicios, añadir identidades legales y jugar, en fin, con datos oficiales cuando uno vive de noche, vuela y es capaz de saltarse cualquier alarma existente en edificios públicos a fuerza de paciencia y levedad. Así pues, mi nombre en aquel empleo era Arcadio, y por tal me conocían estos dos compañeros de fatiga, con los que procuraba, por supuesto, no mostrar mi poco común y cuasi descomunal fuerza en el acto de barrer boñigas de chucho y desechos de noches locas, cargar y descargar contenedores y papeleras varias y otras tareas propias de tan abrillantador servicio en pleno centro de la ciudad.

Unas horas después de terminar la misa me encontré con los compañeros de trabajo e iniciamos la ronda nocturna, que nos llevó, ya de madrugada, hasta la plaza Uncibay. Joaquín, un joven que vivía de alquiler y había dejado para edades posteriores la cuestión de qué hacer con su vida, reduciéndola en aquellos momentos a simplemente sobrevivir, conducía el camión, y Lola, una mujer del barrio del Perchel cercana a los cuarenta, madre de dos niñas, abandonada por su ex-marido y rebosante de alegre gracejo malacitano, me acompañaba agarrada a los férreos salientes posteriores de nuestra cabalgadura. Mientras, sus pequeñas pasaban las horas, como la mayoría de los niños de madres o padres que trabajaban fuera del hogar, ancá los abuelos, que en aquellos días eran la salvación de una incontable cantidad de familias que subsistía gracias en parte a su presencia, tiempo, buen hacer y ahorros.

Joaquín paró el camión mientras, escoba y rastrillo en mano, Lola y yo bajábamos de nuestros puestos de vigilancia basuril para echar un momento de cháchara con él antes de meterle mano a la plaza para dejarla como los chorros del oro.

Estábamos en mitad de los carnavales. Eso quería decir que la calle estaba repleta de papelillos de colores, máscaras de papel destrozadas y, como siempre, vasos de plástico, botellas de cristal hechas cisco y otros signos del nivel de desarrollo alcanzado por aquellas generaciones de jóvenes y adultos.

Me gustaban mucho los carnavales, la verdad. De hecho, me siguen gustando: si se escucha con atención, se siente en la música y la letra de sus cuartetos, murgas, chirigotas, comparsas y coros el alma del pueblo que clama, protesta y expresa aquello que lleva clavado en los más profundos pozos del existir. Además, es la única fecha en la que MC, mi vampiresa amiga, y yo mismo podemos salir disfrazados de lo que somos, con las comisuras de los labios chorreando sangre y dos coloretes granate en las mejillas, sin llamar la atención, si dejamos aparte, naturalmente, la última noche de octubre. Sin embargo, en el momento donde transcurre nuestra aventura no estaba el horno para tales bollos, portando yo el no menos estrafalario disfraz de basurero. MC, por contra, había decidido unirse a la fiesta popular; no obstante, aún no es tiempo de que aparezca en esta historia.

- Buenísima. Pero buena de verdad. Lo que dudo mucho es que puedan pasar a la Final, porque no son de Cádiz y en esto del concurso del Falla hay mucho chovinismo. Pero este año la chirigota del Bizcocho es, con la del Selu, lo mejor del Carnaval de Cádiz -decía en aquellos momentos Lola, hablando de un memorable grupo de carnaval llamado “No te vayas todavía”, que a MC y a mí nos había hecho también mucha gracia, además de porque la tenía, porque iban disfrazados de velatorio, cadáver incluido.

- El estribillo es mortal, pero mortal -añadí yo, atreviéndome a entonarlo-:

“Manué nunca había salido

cantando en una chirigota,

porque Manué era mú sieso,

y siempre daba la nota;

Manué era desagradable,

Manué es que era una alhaja;

pero en esta chirigota

encaja, encaja, encaja”.

- A ver si puedo ver la Final entera. Creo que esa noche nos toca descanso -dijo Joaquín.

- Pues nada, a ver si puede ser -deseó Lola-. Yo la verdad es que depende de cómo estén mis niñas. En fin, vamos al turrón, que se hace tarde, o temprano, depende de cómo se mire.

Fue entonces cuando nos fijamos en aquel grupeto rezagado del gran pelotón de seres humanos salvajes que había arrasado la zona hacía poco tiempo. Estaban desparramados alrededor de la estatua de… En fin, de una singular estatua que campaba por allí. Eran siete, jóvenes, rodeados de cascos de bebidas espirituosas de varios tipos, y maquillados y disfrazados con exigua ropa lujosa e indefinida de forma que, en realidad, no había manera de saber, a simple vista, quién era él y quién ella. Lola llegó hasta allí barriendo, se dirigió a un@ de l@s que estaban sentad@s en el suelo y le dijo:

- Quita, niña, que tengo que barrer.

Una frase, por otra parte, de lo más neutra y sin mala intención que imaginarse pueda. Pues bien, todos se volvieron hacia Lola como un resorte, y l@ del suelo le espetó, haciéndole un corte de mangas:

- ¡Yo no soy niña, ni niño! ¡Yo elijo mi sexo, y ni tú ni nadie de la casta patriarcal me va a mover! ¡No a la imposición de género! ¡Viva Barbijaputa!

- ¡Viva Barbijaputa! -gritaron tod@s, al unísono.

Lola no se inmutó. Suspiró, y le dijo, muy tranquilamente, a la prima de la tal Barbijaputa:

- Vale, maricona. Quita. Tengo que barrer.

Se hizo un silencio de lo más incómodo. Yo abrí mucho los ojos e intenté proponer algo que suavizara el ambiente, pero no se me ocurrió absolutamente nada.

- ¿Qué has dicho? -preguntó uno de los compañeros, que portaba barba rala, lo que me hizo suponer, a pesar de su sujetador, sus labios carmesí y sus uñas largas, que era un él, aunque estuviera rematado, paradojas de la vida, con un pañuelo hiyab que le envolvía el descerebrado melón; no viene mal aquí recordar que esta prenda, según los preceptos del Islam, debe ocultar el pelo de la mujer para preservar su recato, evitando así que sus encantos físicos despierten la lujuria del sexo masculino.

- Que te quites de en medio, maricona, si no quieres que te meta el palo de la escoba por el culo y te barra los pulmones -contestó mirando a su oponente inicial, con la misma parsimonia, Lola.

Me acerqué poco a poco hasta ella y le susurré al oído un “tranquila, compañera” mientras l@ que tenía el sexo por elegir se levantaba de su postración callejera con un careto digno del más dramático funeral. Lola me susurró a su vez un “tranquilo, estoy muy tranquila. Ahora vas a ver quiénes son realmente estos gilipollas” que me dejó una sensación nada agradable en el alma, así que, encogiéndome de hombros, empecé a remangarme por si había que liarse a guantazos, aunque en lo más íntimo de mi corazón resonaban las palabras del padre Paco: “no devuelvas piñazo por piñazo; no devuelvas piñazo por piñazo”. Esto, he de reconocerlo, contuvo mis casi irrefrenables deseos de dejar sin dentadura a más de un@ de ell@s.

- ¡Eso que acabas de decir, cabrona, es violencia de género! -gritó l@ ahora levantad@, acercando mucho su rostro al de Lola.

- ¡Eso! ¡Muerte al machismo! -corearon l@s compañer@s.

- Primero -respondió Lola exactamente con la misma parsimonia, si bien elevando la voz-: echas una peste a ron del malo que tira para atrás, maricona. Segundo: a mí me importa una mierda lo que seas o lo que quieras. Maricona no es un epíteto que se venga a referir a tus gustos sexuales ni a que creas que eres macho o hembra, sino a que eres una maricona, seas lo que seas. Es, para que lo sepas, un adjetivo despectivo, y se dice de la persona que no tiene ningún coraje, que no vale para nada. ¿Me has comprendido, maricona? Así que, por favor, quítate de mi vista y déjame trabajar.

- ¡Que no me llames maricona! -resopló de nuevo, arrugando desmesuradamente la frente, el personaje- ¡Que soy una mujer!

- Luego -replicó Lola, sonriendo- tenía yo razón, niña. ¿Ves como hablando se entiende la gente? Anda, niña, quita de ahí, por favor, que ya vamos tarde barriendo.

- ¡Machista asquerosa! ¡Muerte al antifeminismo burgués capitalista! ¡Somos feminazis! -gritó otra voz probablemente femenina, algo más atrás.

- Mira, pija de mierda -le respondió, con aquella pasmosa tranquilidad, Lola-: a mí no me vais a dar lecciones de burguesía, capitalismo ni mundo obrero ni tú, ni tus carajotes compañeros de borrachera y estupideces. Meteos, si os apetece, la lengua en el culo, apartaos y, por favor, os lo repito, dejad que nosotros, que limpiamos vuestra mierda, paseamos a vuestros perritos, servimos vuestros cafelitos o arreglamos vuestros coches de lujo, sigamos con lo nuestro.

- ¡Amén a eso! ¡Joder con la Lola, qué máquina! -gritó Joaquín, que acababa de bajarse del camión con una barra de hierro en la mano.

- Ni se te ocurra -le dije, creyendo que iba a empezar a repartir estopa.

- No, yo es por si las moscas -me susurró, sonriendo.

- ¡Tú te callas, negrata capullo! -exclamó el de las barbas y el sujetador, que, por lo visto hasta entonces, tenía amplias ganas de gresca.

- Ya lo ves, Joaquín -dijo Lola, señalando al dragrrufián que acababa de expeler aquella desafortunada oración, y volviendo la cabeza hasta el lugar en el que estábamos nosotros dos, yo en particular con un asombro cada vez mayor, supongo, reflejado en el rostro-. Tú y yo hemos tenido mala suerte, porque parece que ni los negros ni las gitanas les caen bien. Se ve que ellos solo respetan a los que, como dice la chirigota del Canijo, juntan pipa con pipa y palo con palo.

La chirigota del Canijo, participante también en el Concurso de Agrupaciones del Carnaval de Cádiz, se llamaba aquel año “No valemos un duro”, y tenía una canción en la que se jugaba poco sutilmente con el doble sentido de las dos palabras que había empleado Lola. Esta era, como puede usted deducir, de raza gitana. La familia de Joaquín, por su parte, venía de Nigeria, aunque él había nacido en Málaga y era más de la tierra que yo mismo. Ahora quizás se asombre usted más aún del desaforado ataque de aquella murga, con perdón de las murgas, de imbéciles en general contra nuestro poco sospechoso equipo de trabajo, ya que contábamos con tres minorías claras: gitanos, negros y vampiros.

- ¡Grabemos este ataque homófobo, y a Twitter! ¡Viva Barbijaputa! -gritó entonces, supongo que para acallar a su compañero, otr@ de l@s indignad@s a medio vestir, enarbolando su teléfono móvil, instrumento ya en desuso del que he escrito en otras ocasiones.

Entonces, creyendo que había llegado el momento de hacer algo inesperado y transgresor para evitar tener que emplear la violencia, cosa que, de haberse producido, hubiera sido sin duda interpretada como “violencia de género” en aquel contexto histórico, y preguntándome quién cojones era aquella Barbie a la que, por el apelativo, no tenía el menor rastro de ganas de conocer, di un acrobático salto, aterricé justo detrás de l@ del móvil, se lo quité antes de que se diera cuenta de lo que había pasado y, con otro salto de varios metros, me coloqué justo al otro lado del grupo.

- ¡Devuélveme eso! -gritó, entre las exclamaciones de admiración de l@s demás ante mi espectacular movimiento.

- Has sido un nene muy malo -le dije, esperando haber acertado-, eso de subir vídeos a la red sin permiso no está nada bien. Así que, para darte una lección, voy a comerme tu Aifon, o lo que sea esto.

Y eso hice. Arranqué más de la mitad de un bocado, lo mastiqué concienzudamente y tragué, sintiendo cómo las aristas del aparatito me iban cortando las paredes del esófago hasta el estómago. Lo absurdo de tal acto dejó a todos patidifusos, lo cual me vino bien para pensar un poco en qué decir a continuación. Sin dar tiempo a reacción posible, hablé, procurando no escupir una cantidad elevada de la sangre que me subía por el dañado tracto digestivo mientras este, como es normal en los de mi especie, se iba recomponiendo.

- Primero: antes de ser basurero trabajé en una especie de circo ambulante, y aprendí a saltar de esta forma y a comer cosas que harían vomitar a una gallina. ¿A que mola? Segundo: conforme me va bajando la porquería esta hacia el estómago, estoy saboreando los vídeos que tienes dentro y… ¡Vaya! Así que tú, que te pones a acusarnos aquí de machistas y de no sé cuántas cosas más, tienes en tu móvil de última generación más de una película de esas en las que varios hombres musculosos retienen a una señorita contra su voluntad y le dan por aquí y por allá mientras ella dice que no, y luego que sí, y… En fin, no quiero seguir con la descripción, porque me da un asco que… ¡voy a vomitar toda esta violencia contra las mujeres!

Y, recién acabada esta absolutamente inventada acusación de posesión de porno duro, vomité, efectivamente, una pelota informe rodeada de cuajarones de sangre a los pies del público. Esto hizo que vari@s de ell@s vomitaran a su vez, mientras el antiguo dueño del móvil me decía en una vocecita de volumen descendente que terminó siendo puro susurro:

- Yo… ¡Lo hice sin querer! ¡Además, a ti no te importa lo que yo vea, ladrón de teléfonos!

- Te pillé, colega. A mamarla -le respondí, después de limpiarme las babas sanguinolentas que colgaban de mi barbilla con la manga de la camisa.

- ¿En serio ves esos vídeos? ¿Pero qué…? -se le encaró su amiguito de la barba rala, mirando de reojo hacia l@s demás.

- ¡Y tú te callas! -le contestó el otro- ¡Tú fuiste el que me los enseñaste, mamón!

- ¡Ya vale, joder! ¿Pero qué es esto? -chilló la mujer que se había tropezado con Lola y había salido trasquilada.

- ¡Buenas noches a todos! -oí a mi espalda. Me di la vuelta y vi, justo detrás, la sonriente cara de MC, mi compañera de no muerte, que llegaba, disfrazada de vampiresa clásica, con dos llamativos coloretes carmesí en las mejillas, y labios, ojos y uñas tintados en negro, caminando tranquilamente hacia el grupo- ¿Qué tal, hermano Arcadio? ¿Cómo va la cosa, Lola, Joaquín?

Efectivamente, MC conocía a mis compañeros de trabajo, ya que hacía poco tiempo habíamos tenido que ayudar a Lola a mudarse de casa y trasladar muebles, ropa y variedades infantiles.

- Psé -contesté yo, sorprendido por la inesperada visita y, presumiblemente, ayuda.

- Aquí estamos, aguantando gilipollas -contestó, con poca cortesía para los hinchas de Barbijaputa, Lola- y viendo cosas de lo más increíble -al decir esto, naturalmente, me miró y enarcó una ceja.

- Qué vasto eres, quillo -me susurró MC-. Pero qué bestia. Llevo ahí arriba un rato escuchando, y me lo he pasado pipa, de verdad.

Después, dirigiéndose a la concurrencia, soltó lo siguiente, de un tirón:

- Queridos hermanos elegeteberos: me presento. Soy yo, amiga de Arcadio, Lola y Joaquín. Me habéis visto bajar por el aire grácilmente porque pertenezco al mismo circo en el que estaba él antes de meterse a basurero, ya sabéis, ese del que os acaba de hablar, así que no vayáis a pensar que soy una especie de vampiresa sedienta de sangre o algo así -al decir esto me guiñó un ojo descaradamente, cosa que, por otra parte, pudieron ver todos-. Y tengo que deciros que estoy muy cabreada. Sois la vergüenza de nuestra raza superior y mejorada, no merecéis estar en nuestra gloriosa asociación que será el futuro de la ciudadanía humana, cuando ya no existan hombre ni mujer y el machismo haya sido derrotado para siempre. Esta noche os habéis convertido en un montón de mariconas racistas de medio pelo, como, por desgracia, nos ha recordado la hermana Lola. Así que recoged vuestras mierdas, y desapareced de mi vista ahora mismo. Una última cosa: que no os vuelva a ver en ninguna reunión del movimiento revolucionario al que pertenezco, y al que vosotras y vosotros decíais pertenecer. Fuera.

- Pero… -comenzó a protestar la niña anteriormente sentada frente a la escoba, iniciadora de toda la trifulca.

- ¿Pero qué? -gritó, elevando aún más la voz, MC- ¿Sabéis quiénes fueron María Zambrano, Santa Paula, la Niña de la Puebla, Trinidad Grund, Victoria Kent...? ¿Eh? ¿Lo sabéis? -nadie se atrevió a hablar, por supuesto- ¡Oh, no, solo sabéis invocar el maldito nombre de esa Barbie de mierda! ¡Al carajo! ¡Fuera de mi vista! -terminó, mostrando al grupo con su dedo índice la salida de la plaza.

Como por arte de magia, los hasta entonces guerrilleros, guerrilleras y otros posibles géneros de lucha callejera, tras haberse intentado enfrentar a voces al inexistente machojército representado por tres basureros con la única intención de ganarse el pan, cogieron sus pocas cosas, siempre con la cabeza baja, y desaparecieron, sin decir una palabra.

Lola por su parte no dejaba de mirarnos, primero a uno, después a la otra, hasta que gritó, una vez estuvimos los cuatro solos en la calle:

- ¿Pero qué coño es esto? Vamos a ver si me aclaráis un par de cosas. ¿De verdad estabais en un circo? ¿Os enseñaron a mascar cristales y a volar por los aires? ¿En serio?

- Más o menos, Lola -le contestó MC-. No era exactamente un circo, pero está claro que aprendimos bien, ¿eh? En fin: es una historia muy larga, la verdad, y todavía tenéis que terminar la jornada de trabajo. Así que, si acaso, otro día os la contamos. ¿Verdad, “Arcadio”? -terminó, con cierto retintín.

- Verdad, verdad. Bueno, la calle está despejada, que es lo que queríamos, ¿no? -respondí estúpidamente, procurando acabar con la conversación antes de tener que decir algo más de lo recomendable.

- Vale, aclarado. Más o menos -contestó, sin mucho convencimiento, Lola-. Pero lo otro es todavía más jodido. Vamos a ver: ¿tú quién eres, la jefa de las lesbianas de Málaga? ¿Pero qué coño es esto?

- Tranquila, Lola -le contestó nuevamente MC-. Todo eso que les he dicho me lo acabo de inventar del tirón. Vale: hace años yo era feminista, y de las buenas, ¿eh, Arcadio?

- Ya te digo -contesté, recordando sus cansinos panfletos juveniles contra el homo patriarchalis.

- Pero esto se fue de las manos hace tiempo -continuó ella-, y lo que queda, como tú has dicho muy bien, es un chorro de mariconas que no saben lo que quieren, quieren juntar churras con merinas, han destrozado la historia, enseñorean una incultura de lo más absurda, cacarean lemas cada vez más estúpidos, buscan fundamentos sin ningún futuro y creen, los imbéciles, que estamos en mitad de una guerra. Pues vale, pero conmigo que no cuenten.

- Joder, tía. Me habías asustado, ¿sabes? -le respondió Lola, respirando aliviada y poniéndole una mano en el hombro- Por cierto, muy bien esos ejemplos de malagueñas ilustres. ¿Se te han ocurrido así, a bote pronto?

- Qué va -reconoció, sonriendo, MC-. Lo he sacado de una viñeta malaguista de Idígoras y Pachi, que hicieron hace un par de años. Un puntazo. Se me ha venido a la cabeza, y ha resultado. Se han ido con el jopo por traba, je je.

- Total -recordó Lola-, a mí intentaron venderme esa moto del género en la Universidad, hace ya quince años, pero qué quieres que te diga: el feminismo me suena demasiado a machismo. Y eso te lo dice una gitana que se hace tirabuzones con las bombas que tiran los fanfarrones.

Todos reímos a gusto con la ocurrencia de Lola. Después volvimos a coger los instrumentos de trabajo, para continuar con la tarea.

- Tío, has dejado esto hecho una porquería -exclamó Joaquín, intentando eliminar los residuos sanguinolentos de mi vómito-. ¡Qué asco! Comerse un móvil del tirón, qué bestia. Lástima que no lo hayamos grabado, porque ha sido de película. ¡Qué barbaridad! Por cierto, ¿estás bien? Porque aquí en el suelo hay tela de sangre.

- Sí, no te preocupes -le contesté, guiñándole después un ojo a MC-. Hombre, ahora tengo un poco de ardentía, pero eso se va en cuanto coma algo, dentro de un ratito.

- Venga, a ver si podemos terminar antes de que amanezca. Vaya tela -terminó, una vez recuperada la tranquilidad por parte de todos, Lola.

Y así concluyó aquella aventura nocturna carnavalera, que había comenzado con un encuentro casual y derivó hacia un desencuentro causado por la dureza ideológica de aquel grupeto de individuos encerrados en cuatro ideas fijas ciertamente inciertas y pobremente desarrolladas. Un ejemplo, por otra parte, de esos penúltimos estertores de una ideología que en aquellos días había perdido el norte y olía a naftalina pura.

Todavía tuvimos que aguantar un par de generaciones de gente proponiendo tonterías cada vez más inconcebibles, como dijera un tal Vizzini. Y también, por supuesto, respuestas con el mismo nivel de torpeza e imbecilidad, justo desde la extrema esquina contraria, también llamada diestra, lo cual dejó claro, una vez más, que los extremos se tocan. Por mi parte, traté de no olvidar nunca las palabras de padre Paco, basadas en las propias de Jesucristo: no devolver piñazo por piñazo. Algunas veces lo conseguí, otras no, pero no me podrá negar que nos lo pasamos de fábula riéndonos de aquellos pijos indignantes. Espero haberle sacado también a usted alguna sonrisa, por supuesto.

Siempre suyo: L, el Vampiro.

P.D.: aquella noche no terminó con la recogida de la basura, sino algo después. La prima de Barbijaputa, una de las pocas que no era vegana dentro de aquel tontorrón grupo y que, por tanto, tenía cierta calidad en su fluido arterial, recibió la hambrienta visita de un ser oscuro y malvado que le chupó una cantidad nada despreciable de sangre y la dejó tumbadita en el banco de un parque, donde fue encontrada más allá del amanecer por un señor sin techo que, teniendo misericordia de ella, llamó a una ambulancia. Sí: soy un tipo chungo. Qué le voy a hacer. Pero quiero hacer constar aquí que no empleé con ella la violencia: aquello fue un inesperado encuentro de otro género.


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