Estamos, sin duda, ante una de las mejores películas de Tim Burton, y una de las grandes cintas de la historia del cine. Un film que no envejece con el tiempo, sino que, al contrario, se muestra como una tesis cada vez más madura acerca de una realidad que se repite a lo largo de la historia: la sociedad tiende a pervertirse, y a pervertir la bondad de los inocentes. Esto no es algo nuevo, sino que hunde sus raíces en los orígenes de la humanidad. Si, por ejemplo, miramos la Biblia, encontramos este esquema reproducido una y otra vez: ya en el Génesis los primeros seres humanos caen en la trampa del “seréis como dioses” y luego echan la culpa al otro (Gn. 3,1-7); Caín mata a Abel por envidia, y luego intenta evadir su responsabilidad (Gn. 4,1-9); el Diluvio y la torre de Babel son iconos de la injusticia social y el ansia imparable por el control y el arribismo (Gn. 6,5-8; 11,1-4); Jacob engaña a su padre, ayudado por su madre, para trincar la herencia que correspondía a su hermano Esaú (Gn. 27,1-29)… Son, sin duda, ejemplos de una tendencia innata en el ser humano desde el principio, que demasiadas veces triunfa sobre la bondad y el bien. Donde quizás se ve en todo su esplendor esta capacidad de dejarse llevar por lo fácil, señalar con el dedo aquello que nos resulta extraño y no podemos controlar, preferir la esclavitud a la libertad o ser borregos que berrean en masa, es en dos escenas que resultan particularmente cercanas a la película que nos ocupa: el Becerro de Oro, que el pueblo de Israel crea mientras Moisés está recibiendo las Tablas de la Ley de parte de Dios (Ex. 32,1-6), y la condena de Jesucristo, ante Pilatos, en Jerusalén (Mt. 27,15-26 y paralelos). ¿Y qué tienen que ver estas dos escenas con nuestra cinta, podemos preguntarnos?
Pues bien: Eduardo Manostijeras es un joven, creado por un inventor dentro de un castillo gótico en lo alto de un monte, rodeado de un bosque, a las afueras de un vecindario moderno. Esta criatura está inacabada, porque su creador murió antes de poder ponerle manos humanas en lugar de las tijeras que posee al final de los brazos. Nadie sabía de su existencia, pero un día una buena señora, Peg, lo encuentra, y lo lleva a su casa para que viva con su familia. Este joven, un alma inocente, resulta ser la nueva atracción estrafalaria – excitante del barrio. Pronto, sin embargo, algunos de los vecinos comienzan a “utilizarlo” para sus propios fines. Cuando Eduardo muestra que no se deja llevar por lo que le ofrecen y no es capaz de integrarse en las perversas claves sociales que le rodean, el vecindario le da la espalda, y todo termina en una persecución y en una petición de su muerte por parte de la masa enfurecida. No hay duda de que bajo esta historia late, si bien sutilmente escondido, el Frankenstein de Mary Shelley, con su visión teológica del abandono de la criatura por parte del Creador: de hecho, el único personaje “religioso” que aparece es una monstruosa vecina, Esmeralda, que empieza acusando a Eduardo de haber sido enviado por el diablo y acaba pidiendo a la policía pruebas sobre su muerte (una genial paradoja: la mujer “de fe” pidiendo pruebas…). Pero vayamos a lo que nos interesa: la misma masa social que había alabado a Eduardo y se había aprovechado de su don de múltiples maneras (desde hacer que arregle sus jardines o sus pelambreras, hasta engañarlo para que robe usando el enamoramiento como arma) es la que lo declara “Monstruo” (oficialmente es Jim, el soberbio novio egoísta de Kim, la hija mayor de Peg, de la que Eduardo está completamente enamorado, quien se lo dice) y lo expulsa fuera de la ciudad, persiguiéndolo por la cuesta que lleva al castillo donde todo comenzó, y donde todo termina. Si damos ahora el salto a las escenas que hemos apuntado antes, en el libro del Éxodo es la misma masa que se había visto liberada por Dios de las garras de la esclavitud la que, cuando se huele que aquel Dios es incontrolable y que la libertad supone caminar con la esperanza y la promesa como único sostén, se hace una estatua de oro a la que poder servir “como esclava” sin que les pida nada a cambio. O, si nos vamos a la Jerusalén de los Evangelios, el mismo pueblo que había sido curado, que había disfrutado con las palabras y las acciones de Jesucristo y había comido hasta hartarse gracias a él, el mismo pueblo que lo había intentado hacer rey y había extendido sus mantos a la entrada de la ciudad alabándolo, es el que grita “¡Crucifícalo!” y muestra un irracional odio, manipulado por los jefes religiosos. El mismo. Un último ejemplo, más al interior de nuestra historia, la de los cristianos: el mismo pueblo que, a comienzos del siglo IV, sufrió una persecución horrible a manos de los que eran mayoría religiosa entonces, pocos siglos después, transformado en religión mayoritaria, persiguió a las minorías religiosas y organizó guerras y limpiezas sociales en nombre de Dios. El mismo. No hay duda, por tanto, de que esa tendencia social a la perversión no es algo nuevo. Es algo muy actual, y ciertamente muy sabroso. Por eso es tan fácil dejarse llevar por la masa, decir que es bueno lo que todos dicen que es bueno, dar “me gusta” a lo que más gusta sin preguntarse si tiene algo que ver con un horizonte de bondad y esperanza mínimamente digno. Y esto, naturalmente, tiene consecuencias fatales: dar la patada a lo que queda fuera de lo “política o socialmente correcto”, olvidarse de las periferias de la sociedad, o enterrar en la amnesia colectiva aquello que fuimos, es decir, nuestra historia. Eduardo Manostijeras, el personaje principal de la película que nos ocupa, revela algunas realidades que nos deben hacer pensar. Vivimos en una sociedad que está normalizando de forma trágica el engaño, la violencia, la codicia, el chismorreo banal que lleva a la “post-verdad”, el deseo insaciable como motor de la vida, el integrismo ideológico o religioso, el olvido de la historia… y la expulsión de aquellos que no se adaptan a todo esto. Sin embargo, no todo es negativo: el personaje de Kim, que se deja atraer por las afueras poco a poco hasta declarar su amor para siempre a Eduardo, al que más tarde traerá a la memoria como fundamento para las siguientes generaciones, ilumina, con su baile bajo la nieve (una de las mejores escenas románticas de la historia del cine, para mi gusto), el camino a recorrer. No lo olvides: cuando volvamos a escuchar el “¡Crucifícalo!” de la pasión de Jesucristo, hemos de pensar que, sin darnos cuenta, quizás tú y yo estemos entre esa salvaje masa pervertida que grita, cada vez que expulsamos, con nuestra actitud o nuestras acciones, a tantos Eduardos Manostijeras como existen hoy día en nuestro mundo.