Después de casi cinco años en Roma, hay cosas que se ven con otros ojos: el tráfico intenso, los leves desperfectos en las calles, la distraída limpieza ambiental o la entrañable intimidad del transporte público, por poner algunos ejemplos.
Sin embargo, hay otras que no cambian. Seguimos cayendo en los primeros compases del torneo de fútbol, la Clericus Cup, y seguimos arrasando en el de fútbol-sala, la Amicizia. Este año hemos vuelto a ser medalla de oro, primer puesto en una competición que se nos da de maravilla, quizás porque en ella no resultan tan decisivos la edad y los quilos como el juego de balón y la técnica.
Este curso he podido solo ser espectador del singular periplo del equipo del Colegio Español por este campeonato, porque el físico no ha dado para más. El torneo no ha sido especialmente brillante por nuestra parte, excepto, eso sí, en los momentos decisivos, donde hemos alcanzado un nivel similar al del Barça o el Madrid, tirando por largo, como se dice en mi tierra: al fin y al cabo, nosotros ya tenemos aquí la copa, y ellos todavía la tienen que ganar.
La semifinal fue una de esas jornadas para enmarcar: jugábamos contra el Colegio Ucraniano, que nos había ganado, y casi sacado los colores, en cada enfrentamiento. Pero ahí estaba Juan Azcárate, el chaval del Carrete, mostrando algo que había tenido muy escondido hasta ese día: es un porterazo. 6-3, y los ucranianos eliminados y más mosqueados que un vegano en la Fiesta de la Matanza en Ardales.
El último partido, es decir, la final, contra el Colegio Croata, ha sido intenso y duro, sobre todo durante la primera parte, en la que nadie ha marcado gol, pero en la que algunos de los nuestros han salido marcados a fuego y pisotón por las huestes adversas.
Comenzó el segundo tiempo, las ideas y el tiqui-taca aparecieron, y llegó la lluvia: Lucas Smiriglia, nuestro Messi particular, también argentino, marcó, junto a Jesús Hurtado y Miguel Ángel Martín, la dupla malagueña, Iván Cote el jerezano jugón, Daniel Juan Tortosa, el valenciano mayor del reino, y Pablo Caballero, murciano de controles mágicos. Seis golazos, alguno particularmente sorprendente incluso para el guardameta contrario, que nos han aupado a lo más alto de esta competición en la que somos ya, por derecho propio, la Bestia Roja. Cada uno de los que han entrado al campo a jugar ha aportado su toque al equipo, y los que, desde fuera, animábamos, procurábamos ser el sexto hombre en todo momento.
Al final, lo que nos queda es, sin duda, el deporte y el tiempo compartidos, el partido a partido y el codo con codo, y, cómo no, una copa y una medalla que nos recuerdan que, además de estudiar todo lo posible, Roma nos hizo un buen equipo. Este año, el mejor.