Intro. Cuando se habla de David Lynch se le vienen a uno a la cabeza asesinatos, sueños que se confunden con la realidad, tiempos que se superponen, personajes sombríos, caminos que desembocan en parajes inesperados…
Por eso, la historia de Straight (¿a quién se le ocurrió colocar el título “Una historia verdadera” a “The Straight Story”?) es toda una sorpresa en la filmografía de Lynch: basada en hechos reales, lineal, sin el más mínimo sobresalto de guión, sin asesinatos ni sangre ni personajes fuera de lugar… y, sin embargo, una obra maestra de su director, y de su género. Una maravilla que deslumbra por su sencillez, y que se convierte, a lo largo de su viaje, en uno de los mejores cantos a la reconciliación, a la ancianidad, a la familia y al sentido común… de la historia del cine.
Todo en ella es sencillamente majestuoso: cada personaje borda su papel, y el inverosímil, pero cierto, viaje del anciano Alvin Straight por llanuras y colinas de maizales interminables, cielos estrellados, tormentas grandiosas y seres humanos derrotados hace al espectador rendirse y sumergirse en una odisea de redención de la que es imposible escapar hasta el último movimiento de cámara.
Lo que cuenta. Alvin Straight es un anciano de 73 años, con problemas de visión, un enfisema pulmonar causado por el tabaco, y graves achaques de cadera que le hacen tener que caminar con dos bastones. Vive con una hija autista, en Iowa, y ambos se cuidan mutuamente.
Un día recibe la noticia de que su hermano Lyle, con el que lleva sin hablarse diez años, ha sufrido un infarto. Decide ir a verlo para reconciliarse con él, pero el viaje es largo: hasta Wisconsin hay 500 km., y él solo puede conducir su viejo cortacésped. A pesar de todo, se pone en camino en un viaje que, según sus propias palabras, le servirá para tragarse su orgullo y poder volver a ver las estrellas, de noche, con su hermano…
Los valores. Un guión tan sencillo da para mucho, tratándose de David Lynch. Sin alardes ni retruécanos de ningún tipo, Lynch nos dibuja a un Alvin Straight duro, decidido, con la experiencia de toda una vida a las espaldas y, sin embargo, dispuesto a aprender la última lección, la más importante. Su relación con los demás personajes, que le salen al paso durante el viaje, cambia las vidas de todos.
En primer lugar, tenemos aquí un canto a la vida. No es, desde luego, una película antiabortista, pero queda claro que cada vida nueva es un don, y que merece la pena por sí misma. Esto se ve especialmente en la relación de Alvin con su hija Rose, en la conversación con la joven embarazada que ha huido de casa, o en la propia experiencia de Rose como madre.
La familia es otro de los grandes valores de la película. La imagen del haz de varillas de madera unidas, que nadie puede romper, es fundamental. Y la experiencia del propio Alvin: su mismo viaje de reconciliación se convierte en un canto a la familia y a la superación de los problemas que la ira o la vanidad traen, y este canto se comunica a su alrededor en cada uno de aquellos que se tropiezan con él: la joven, los hermanos que no dejan de discutir, el marido indeciso, el anciano del bar que nunca ha compartido su infierno con nadie…, hasta, como culmen de todo, Lyle Straight.
La ancianidad es una de las claves de la cinta. El anciano se presenta aquí como la persona que, simplemente contando su experiencia, ayuda a que los que le rodean puedan caminar. Alvin no es un hombre culto, ni rico, ni tiene gran cosa de lo que presumir. Sin embargo, la narración de su vida le ayuda a él, en su camino de redención, y va abriendo caminos de redención a su alrededor. Sin duda, el anciano es el sabio.
Precisamente la reconciliación y la redención son dos valores esenciales en la historia de Alvin Straight. Vividas hasta el límite. Sin vuelta atrás. Lo que hace a la película trascendente como pocas es justo el camino de reconciliación, de perdón, del protagonista.
La trascendencia. Dios mismo es parte importante del film. El cielo estrellado, el silencio de Alvin y los personajes religiosos que encuentra en su camino son puntos esenciales en su epopeya. Fue un pastor baptista el que le ayudó a salir del alcoholismo. Y es un sacerdote católico el que, simplemente escuchando, hace que Alvin nos cuente, por fin, cuál es el sentido de su viaje. La última frase del cura: “¿Sabe, señor? Yo digo Amén a eso” debería ser más común entre los sacerdotes, para aplacar nuestra tendencia a dar inútiles soluciones de bolsillo.
Por último, la misma naturaleza es otro personaje más, también importante. Los campos de maíz, el cielo nocturno, la tempestad, el fuego son signos del alma del protagonista. La música, la maravillosa banda sonora de Angelo Badalamenti acompaña cada escena con delicada fragilidad. Y el silencio. El silencio es aún más trascendental que las conversaciones. La última escena es, sin duda, uno de los finales más sencillamente hermosos de la historia del séptimo arte.
Poco más se puede añadir, además de recomendar encarecidamente su visionado. Más que una película, estamos ante un milagro. Cuando se eleva la cámara hacia un firmamento lleno de estrellas y comienzan los créditos finales, es difícil no pensar: “tengo que reconciliarme. Quiero hacer las paces”. Que así sea.