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(Un día en la vida de Nazaret. Narración del rico Epulón).
Texto base: Lc. 4,16-30.
Nunca te fíes de nadie. Es una de mis máximas. Especialmente de esa gentuza que no entiende lo complicado que es este mundo nuestro, el de los que nos hemos hecho a nosotros mismos, y que se empeña en vivir con la simpleza de los niños. ¡Qué tonterías! Desde luego, un hombre en mi posición no se puede permitir tener amigos de esos que quieren cambiar las cosas. ¿Cambiar las cosas? ¡Con lo que me ha costado llegar hasta aquí, acabáramos!
No sé por qué sigo viviendo en este pueblo apestoso, la verdad, o «merdellón», como dice la turba. Al final va a tener razón mi amigo Tolomeo, el de Betsaida: «¿Nazaret? ¿Y de ahí puede salir algo bueno?». Esta gente de Nazaret es bestia. Muy bestia. Y no respeta la autoridad de los que tenemos una categoría que nos hemos ganado a pulso, mire usted, con muchos padecimientos y el sudor de nuestra frente, a lo largo de toda la vida.
Por no hablar de todos esos que se reúnen, como pajarracos hambrientos, a mi puerta. Prefiero ni mirarlos. De hecho, ya no los veo. Es lo mejor, así no sufro. «Epulón, deme usted algo». «Epulón, que llevo tres días sin comer». «Epulón, mi niño está enfermito». «Epulón»... ¡Ya vale, que me vais a gastar el nombre! ¡Ni que yo tuviera una bolsa sin fondo!
Bueno, no todos son gentuza, la verdad sea dicha. Sí, hay algunos que, por lo menos, no se meten con nadie. José el carpintero y su mujer no son malos, no. Incluso me atrevería a decir que es una familia honrada. Él tiene unas manos divinas: me ha hecho algunos muebles para la morada en la que habito, y tengo que reconocer que les ha dado un toque único. Sencillos, a la par que robustos. Eso sí, me he visto obligado a insinuarle, más de una vez, que procure no juntarse con esos donnadies que cada dos por tres están en su casa. Y su mujer, ¡vaya con su mujer! Es de armas tomar, qué barbaridad. ¿Pero qué hace compartiendo lo poco que tienen con el que llega a su puerta? «Donde hay pan para tres, hay pan para otro más», dice ella, sonriendo. ¡Pues a mí no me parece bien, no! Al final, esos pobretones desgraciados no les darán ni las gracias, seguro. Y si no, al tiempo.
Claro, de tal palo, tal astilla. Menudo es el niño, Jesusito. ¡Qué junteras me trae! José me dice que no me preocupe, que su hijo sabe lo que hace. Y María, todavía peor: «yo lo guardo todo en el corazón, y, además de educarlo, procuro aprender de mi hijo, que tiene mucho que enseñarnos». ¡Pero bueno! ¿Adónde vamos a llegar con estas generaciones de padres jóvenes, que no tienen ni autoridad siquiera? Sí, todavía no le ha dado al zagal por el vino ni por las mujeres, pero si sigue yéndose por esos andurriales con esos zarrapastrosos me lo veo, cuando crezca, tirado en cualquier camino, sin un sitio donde reclinar la cabeza. ¡Cabeza! ¡Hace falta cabeza para poder llegar donde yo he llegado!
El otro día fue ya el colmo. Jesusito me trajo un par de banquitos que había encargado en el taller de su padre, para el jardín interior, que lo estoy remodelando. Le dije, aprovechando que estaba por allí, que cuidadito con los amigos que tiene, y que debe ir pensando en labrarse un futuro como Dios manda. ¡Y me responde, el descarado, no sé qué de unos lirios en el campo, y que qué pasaría si el Altísimo me exigiera esta noche mi vida! ¡Jesusito de mi vida!
Adónde vamos a llegar. No me gusta criticar, no me gusta criticar, de verdad. Pero gente con esta mentalidad acaba rodeada de leprosos, tunantes y prostitutas… o clavada en una cruz.
En fin. Voy a echar a los perros fuera, a ver si les da por morder a alguno de esos sin nombre que siguen pidiendo las migajas de mi mesa, en mi propia puerta. Qué poca vergüenza.