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Foto del escritorLlamas, J.M.

La madre y la Muerte

Actualizado: 27 dic 2021


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(Monólogo de la Muerte, que ve a María al pie de la cruz).

Textos base: Jn. 19,25-30. Himno de Nísibe 36, de San Efrén el Sirio.

La Muerte mira con ojos vacíos,

en el Gólgota, al Hijo crucificado que agoniza

y a su madre, María, que permanece

en silencio, una espada atravesándole el alma.

Desde la caverna de sus fauces sonrientes,

con la voz de los páramos oscuros de ultratumba,

habla la Muerte, guardiana del Sheol,

esperando el último hálito

del vencido elevado entre el cielo y la tierra,

que le dará el triunfo final.

«Dicen que tú eres la madre de Dios.

¡Dile al que cuelga que muestre su poder!

¿Qué busca? ¿A Adán, mi prisionero?

Nadie puede liberarlo, y menos un crucificado.

Nadie puede ofrecerse como víctima para recuperarlo.

Nadie, ni siquiera tu hijo.

¿Qué pretende el Cristo, oh madre sufriente?

¿Precipitarse en el naufragio de mi Sheol?

Nadie puede atravesar sus puertas, si yo no las abro.

Nadie, ni siquiera tu hijo.

Yo he vencido a todos los sabios del mundo.

Aquí, en mi reino, está el cadáver del hercúleo Sansón,

el esqueleto de Goliat, y el de Og, hijo de los gigantes.

Los he eliminado de la faz de la tierra, los he hundido,

y soy su reina, más allá del mundo de los vivos.

Nadie puede vencerme, ni siquiera tu hijo.

¿Quién eres tú, María? ¿Por qué no dices nada?

¿Por qué no te vas a casa? ¿No hueles la derrota

de todo aquello en lo que creías?

¿Dónde está ahora el ángel Gabriel? ¿Dónde los magos?

¿Dónde han acabado aquellos pastores de Belén?

Nadie puede vencerme, ni siquiera tu hijo.

¿Todavía mantienes un hilo de fe? ¿Una gota de esperanza?

He derrotado a los profetas, a los sacerdotes, a los héroes,

a los gigantes, a los justos, a los poderosos, a los ricos,

a ancianos y niños, a sensatos e imprudentes.

¿Acaso crees que ese “mujer, ahí tienes a tu hijo”

te lo ha dicho a ti, y no a mí,

que espero recibir a todos en mi seno seco?

Nadie se ha librado de mis garras, María.

Nadie, ni siquiera tu hijo».

Acabado el discurso burlón de la Muerte,

resonó el «está cumplido», y el grito de nuestro Señor,

y su eco hizo retemblar con fragor las cavernas del Sheol.

Donde la luz nunca había estado, brillaron rayos,

y las puertas cayeron, hechas pedazos.

Espasmos terribles se abatieron sobre la Muerte.

Entraron los ángeles para hacer salir a los muertos

y encontrar, así, al Muerto que ha dado vida a todos.

Allá en el Gólgota se sacudió la tierra, arreció la tormenta,

la sombra de la noche cubrió la faz del mundo,

y el velo del templo se rasgó en dos.

La Muerte intentó inútilmente cerrar las puertas del Sheol

delante de aquel Muerto cuya muerte la había vencido.

Ante la cruz, tras el grito, se abrieron los ojos de María:

una mirada de esperanza y misericordia

alcanzó el cielo, la tierra, los abismos

mientras, de nuevo, sus labios entonaban

aquel «Hágase» que hizo posible la salvación,

la salvación que solo podía traer su hijo, el Hijo.


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