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(El nacimiento de Jesús, narrado por un pastor).
Texto base: Lc. 2,1-20.
Hay cosas que son difíciles de contar, y más para alguien con tan poca capacidad como nosotros, unos pastores que vigilamos rebaños de otros, por turnos. Descerebrados, inútiles de la vida, olvidados, descartados por aquellos que tienen tanto que decir y mandar, y tantos que les hacen caso. A veces pienso que, si no existiéramos, al mundo le daría igual, y al Todopoderoso también. Nunca creí que podría estar tan equivocado. Nunca, hasta aquella noche.
Supongo que los sabios y los entendidos podrán explicar qué era aquello. Yo estaba durmiendo, y un compañero de fatigas, Salomón, el que tenía turno de vigía, nos despertó asombrado. No, no vayan ustedes a pensar en el gran rey: este Salomón es un ladrón de poca monta que ha acabado entre nosotros porque la otra opción era ir al calabozo. «¡Eh, mirad lo que hay ahí, en mitad del cielo! Parece una estrella nueva. O yo, por lo menos, no la había visto en mi vida», nos dijo.
Me froté los ojos, aturdido. Realmente era algo que no habíamos visto nunca. Una especie de astro que iluminaba el cielo nocturno. Pero no se vayan a creer que fue lo más asombroso que pasó, qué va. Cuando estábamos embelesados, sin hablar ni nada, con la boca abierta mirando aquella maravilla, llegaron los ángeles. ¿Qué quieren que les diga? Yo no sabría explicar ahora cómo eran, ni exactamente qué, pero eran ángeles, eso está claro. Si los hubiera visto solamente yo, psé, podrían pensar que iba harto de vino, o que me había sentado mal la cena. ¡Pero los vimos todos! ¡Y no solo los vimos! Nos hablaron. Y nos dijeron… que allí cerca, a las afueras de Belén, nos había nacido un Salvador. ¡El mesías, el Señor! ¡A nosotros! ¿Era posible? ¿A nosotros, que nos creíamos abandonados de todos, también del mismo Dios? Además, nos dieron unas señas de lo más raro del mundo: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». ¡Pero bueno!
Díganme loco. Me da igual. El caso es que aquellos ángeles acabaron cantando. ¡Y qué ritmo llevaban, y qué alegría! Daban ganas de ponerse a bailar.
Entonces desaparecieron, y no lo dudamos ni un segundo: rápidos como Jonás, nuestro perro pastor tuerto de la oreja arrancada, buscamos el sitio, a ver si era verdad lo que nos habían dicho. ¡Y vaya si era verdad! ¡Verdad de la buena!
Eso sí: aunque los ángeles nos lo hubieran advertido, la escena que se presentó ante nuestros ojos parecía increíble. No sé: uno escucha hablar del Salvador y se imagina alguien en una gran trona de oro, con todos los perifollos de esa gente de bien que tiene tanto que decir y mandar, y tantos que les hacen caso; no, desde luego, un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, dentro de un establo, con una mula y un buey como compañía, y su padre y su madre, gente sencilla, sonriendo, emocionados.
Salomón pensó que nos habíamos equivocado de sitio. Pero no: desde luego que no. Aquel niño nos había nacido a nosotros. Si hubiera venido al mundo en una trona de oro, y con todos los perifollos de la gente rica, no hubiéramos podido adorarlo. Ni verlo. Qué digo: ni siquiera nos hubieran dejado acercarnos a un tiro de piedra del casoplón de la familia, seguro. ¡Y menos con las pintas que llevábamos! Sin embargo, este niño ha venido para salvarnos a todos, y debe ser por eso que se ha puesto en el último lugar. Porque el último lugar es el sitio al que todos pueden llegar: hasta nosotros, descerebrados, inútiles de la vida, olvidados, descartados. Descartados, pero no para Dios.
Los que estaban en sus casas, calentitos y bien comidos, se lo perdieron. Nosotros compartimos con aquella familia lo que teníamos, que tampoco era tanto, pero bastó y sobró. Hicimos fiesta, y nos lo pasamos como los ángeles. Yo puedo decir que, por primera vez en mi vida, supe que había visto a Dios. Dios envuelto en pañales, y acostado en un pesebre. La gente sabihonda le dice a esto “paradoja”. Pues que vivan las paradojas. Y que viva ese niño, Jesús, el Salvador, el mesías, el Señor que nos ha nacido.
Y que viva la madre que lo acababa de parir, que nos escuchaba atenta, asombrada, cuando le contábamos lo que nos había pasado, y que nos hizo un hueco allí, en el último lugar del mundo, que se convirtió aquella noche en el primero.