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Foto del escritorLlamas, J.M.

Esperando con María

Actualizado: 27 dic 2021


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(Monólogo interior de un discípulo, camino del Cenáculo, el día de Pentecostés)

Texto base: Hch. 2,1-4.

Está a punto de amanecer. Ascendemos el último tramo del camino, ya estamos dentro de la ciudad. Jerusalén está todavía dormida, esperando el día de fiesta. Pentecostés, una de esas jornadas grandes en las que las calles se atestan de peregrinos alegres, cansados y esperanzados.

Hace tiempo que no sabemos nada de los once. Justo desde antes de que vieran al Señor ascender a los cielos, hace diez días. Parece que otra vez son doce, han elegido a Matías para sustituir a Judas Iscariote. Yo prefería a Barsabá el Justo, tenía más planta, pero bueno, qué vamos a hacerle. Matías no es mala persona.

Según he escuchado, antes de ascender al cielo Jesús les dijo que no se alejaran mucho de Jerusalén, que aguardaran la llegada del Espíritu. Después habrá que marchar hasta los confines del mundo, para anunciar la alegría de la Buena Noticia de su resurrección. ¿Qué significa eso? Ninguno de nosotros lo sabemos exactamente. Seguro que ahora nos lo aclararán. Seguro.

Ya estamos aquí. ¡Qué ciudad más incómoda, con tanta cuesta! Subimos los escalones, tocamos en la puerta del Cenáculo. Nos abre María la de Magdala. En su rostro ya no hay preocupación, ni miedo, ni angustia, como aquella mañana en la que salió, antes del amanecer, rumbo al sepulcro para embalsamar el cuerpo del Rabboní. Ahora la sonrisa amplia y la mirada clara de la primera testigo de aquel momento que lo cambió todo nos reciben con cariño, y nos dan la bienvenida. ¡Gracias, María!

Solo hay un rostro que no ha cambiado: el de la madre de Jesús. En aquellos días duros, en los que ninguno resistimos, ella sostuvo con su esperanza las pobres almas desesperadas de los que nos escondíamos y echábamos la culpa a los fariseos, a los doctores de la ley, a Pilatos, a Judas, a la poca puntería de Pedro con el cuchillo o a la cobardía del pueblo que gritaba “¡Crucifícalo!”. A todos, menos a nosotros mismos. Ahora sigue sosteniendo, con la misma esperanza inquebrantable, el compás de espera de lo desconocido: ella es signo de fraternidad para cada uno de nosotros, porque ha aceptado ser la madre de todos.

Hoy todo es nuevo. Aquí estamos, en la mañana de Pentecostés, esperando al Espíritu, tal y como nos dijo Jesús. Preguntándonos cuándo vendrá, y cómo será. Esperando con María, la madre del Resucitado.


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