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[Monólogo de Ana, la profetisa, después de la presentación del niño Jesús en el templo.
Texto bíblico: Lc. 2, 25-38.
Principio de base para el camino: «El tiempo es superior al espacio» (EG 222-225)].
Pues sí, no les voy a decir yo que no tengan razón: a lo mejor es verdad que no estoy ya para estos trotes, como me ha dicho más de una vez el sacerdote encargado del sacrificio. Pero qué quieren que les diga: hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien como esta tarde. Y ahora mismo, que ya es noche cerrada, no sé, parece que las estrellas brillan de otra manera y que todo el cielo, guiñando los ojos, invita a cantar y a bailar.
«Porque mis ojos han visto a tu salvador».
Yo estaba en el atrio, como siempre, y fue escuchar ese grito de labios de Simeón, no sé si lo conocéis, el hombre que suele estar por aquí también casi todo el día, que está entradito en años, como yo, y me dije: «ya está. Ya está aquí. ¡Más de media vida esperando, pero al final va a merecer la pena!».
Porque ustedes... ¡Sí, ustedes, no miren para otro lado! A lo mejor ustedes se pasan la vida ahí, creyéndose importantes, que lo saben todo y que pueden controlarlo todo y que dominan el mundo y que el nivel de progreso al que han llegado es la leche y que yo qué sé… O a lo mejor no, quién es esta pobre viuda para juzgar a nadie… En fin, también yo podía haber pensado eso en mi juventud: la hija de Fanuel, casada con un hombre importante, paseándome muy tiesa como una señorona… Siete años me duró la broma, hijos míos: hasta que se murió el importante. Desde entonces soy invisible en este pueblo.
Pero no se vayan a creer que me vine abajo: nada de eso. El tiempo siempre es nuevo para el que espera al Señor, y yo nunca me he cansado de rezarle, de pedirle, de agradecerle, y de aguardar que llegara el Mesías. ¿Que cómo sabía que estaba cerca? Y yo qué sé… Lo sentía en el agua, en la tierra, en el aire… hasta el día de hoy, cuando se han presentado aquí, en el templo, esa jovencita con el niño en brazos y su marido al lado. Después de tantos años viniendo todos los días, y no como esas beatorras que se pelean por los primeros lugares, sino simplemente buscando una señal, pidiendo a gritos al Altísimo que las cosas cambiaran, que por fin Jerusalén fuera liberada, ahí está la respuesta: la imagen de un recién nacido. Dios es así: siempre nos sorprende.
Yo qué sé lo que va a ser de ese niño, porque según Simeón lo va a tener muy difícil. Pero bueno, Simeón siempre ha sido muy melodramático, el pobre. En fin: que nos va a salvar está claro. Que sufrirá, también: ningún profeta de verdad ha pasado por la vida triunfando como un maestro de la ley de esos tan chulitos, que van tocando la campanilla cuando dan una limosna o se colocan en mitad de la plaza, dando codazos, para que los vean rezar.
Él va a ser el que nos va a liberar: ha sido como si una luz cristalina iluminara el patio… Su madre, sin decirme nada, me lo ha dicho todo en realidad con los ojos: es una mujer de mirada humilde y apasionada a la vez, y cuando he tocado al niño que acunaba entre sus brazos y después le he rozado la cara a ella con la mano lo he visto claro. El fruto de sus entrañas va a hacer proezas con su brazo, va a derribar de sus tronos a los poderosos y va a levantar a los humildes, a los hambrientos nos va a llenar de bienes y a los ricos los va a despedir con una mano atrás y otra delante.
Yo ya también me puedo morir en paz, como ha dicho Simeón, la verdad. Hoy me he pasado el día diciéndole a todo el mundo que ya ha llegado la persona que nos va a salvar. Mucha gente me ha mirado así como queriéndome soltar: “fíjate en la loca esta, a ver si se la llevan ya de aquí, que vaya coñazo está dando”. Pero otros, los que de verdad esperan que las cosas cambien porque tienen que cambiar, porque no es posible que los ricos, los hartos, los poderosos, los que dejan caer su puño de hierro sobre el pueblo estén pasándoselo tan bien y los pobres, los hambrientos, los humildes, los sencillos estemos con la cabeza pisada, esos que tienen su esperanza puesta en Dios me han escuchado con lágrimas en los ojos, y se han ido dándole gracias al Altísimo, sin saber bien por qué, pero dando gracias, que es lo más grande.
Qué sabré yo. Eso es la esperanza, ¿no? Y, si es la esperanza, seguro que no defrauda. Yo sé muy bien que no llegaré a ver lo que este niño hará por todos cuando sea grande, cuando llegue su hora, pero voy a morirme con una sonrisa porque, pase lo que pase, será bueno para nosotros.
¡Alabado sea el Señor, que ha escuchado nuestras plegarias y no ha dejado que los soberbios se salgan con la suya para siempre! ¡Alabada sea esa madre, fuerte, alegre, fiel, que lo ha arriesgado todo y ha dejado que llegue la liberación a nuestro pueblo! ¡Que Dios proteja siempre a esa familia, para que nos muestre la luz que llevamos tanto tiempo esperando!