Parto de una premisa fundamental: no he visto nunca en mi vida una ceremonia de apertura de unos juegos olímpicos y, la verdad, me es absolutamente indiferente lo que pase en ellas. Por mí, como si se fuman un trócolo de metro y medio. Yo las considero un entretenimiento creado por ricos, que hacen cosas de ricos mientras la masa, que somos nosotros, aplaude cual foca.
Dicho esto, me ha resultado particularmente interesante la polémica que se ha levantado, como si se tratara de un tsunami de gigantescas proporciones, por la supuesta interpretación parisina de la obra La última cena, de Leonardo da Vinci, en modo ‘fiestón drag’, acusatoria suposición que, bajo mi punto de vista, muestra una egolatría de cristiandad digna de estudio. Nos parecemos cada vez más a aquellos señorones ‘paganos’ del siglo III que acusaban a los rebeldes cristianos de estar destruyendo su mundo, aunque ya hacía mucho tiempo que aquel mundo de dioses de ciudad, héroes airados y emperadores divinos no le importaba nada a la gran mayoría de los habitantes de una Roma en galopante crisis.
Yo no entiendo de arte. Pero, según dicen unos y niegan otros, el cuadro de referencia de la denostada representación olímpica no tiene nada que ver con la eucaristía, algo que ha tratado de aclarar el mismo director de la cosa en cuestión, sino con una obra de 1635, Festin des Dieux, de Jan Hermansz van Bijlert, que muestra una orgía divina en el Olimpo, concretamente en la boda de Tetis y Peleo, con Apolo en primer plano y, sí, alusiones irónicas al cristianismo. A mí, desde luego, me parece más explicable esto si se quiere hacer un guiño al origen de las olimpiadas, que no tiene nada que ver con la Última Cena ni con Leonardo da Vinci, sino con el politeísmo grecorromano. Pero, en fin, sinceramente me da igual lo que trataran de representar: si te ves obligado a explicar repetidamente el sentido de tu obra y ni siquiera tus actores lo tenían claro mientras se sentaban a la mesa, a lo mejor debes ser consciente de que la cosa te ha salido regulinchi, aunque no fuera tu intención cabrear a nadie. Teniendo esto en cuenta, y desde mi más sincera indiferencia respecto al tema en cuestión, quiero apuntar algunas reflexiones, por si nos pueden servir.
La primera: el cristianismo ya no es el centro de atención de los gurús artísticos franceses, mal que nos pese. Les somos completamente indiferentes. Quizás nos resulte un poco triste, o incluso nos pueda molestar, pero no somos ya ni dignos de ironía, válgame el cielo. Así que, en fin, podríamos relajarnos un poquito y no andar buscando enemigos en gente a la que le importamos una hez de considerables dimensiones.
La segunda: siento tener que abundar en una hipótesis que cada vez me parece más clara, y que está relacionada con el hilo de fondo de la citada ceremonia de inauguración. Esta época que termina, la modernidad occidental, no ha sido una etapa de luminosa fe, sino de politeísmo de chichinabo tintado de formas cristianas, desde las basílicas y catedrales hasta las monarquías, desde las cada vez menos representativas democracias hasta la piedad popular, desde el arte (recordemos que Miguel Ángel lo mismo te esculpía un Jesucristo resucitado que un Baco con un sátiro) hasta los estadios olímpicos. Y, claro, una vez que se han barrido las formas cristianas, como podemos vislumbrar en Francia, lo que queda es solo ese Olimpo chupi calabazuqui cuyos dioses somos nosotros mismos envueltos en minúsculos trapitos de grotesco diseño.
La tercera: me parece muy surrealista que nuestros mitologizados magos modernistas de ideologías cadavéricas traten de convencer al mundo de que Édith Piaf vía Céline Dion, el festín de los dioses (o la draguicena), el fantasma de la ópera, un jinete metálico, María Antonieta cantando heavy metal con la cabeza en la mano, un globito de luz que vuela por los cielos o un desfile con el sello de diseñadores de moda autóctonamente esperpénticos definen la sociedad francesa actual. ¿Estamos locos, o qué? La realidad está, me parece, muy lejos de estas fantasías autoeróticas. Un tanto por ciento cada vez más amplio de la población de allí, y de aquí, es inmigrante de primera, segunda o tercera generación, y todas esas chorradas les importan, como a mí, un pimiento. Morrón. Y me atrevo a decir algo más: ellos son el pueblo francés. Ellos son los pobres a los que se ha echado de las calles porque estorbaban en esta ceremonia de alta alcurnia y aristocracia capitalista. Ellos son la mayoría silenciosa que no vota porque no se siente llamada a ello, y porque la democracia occidental ha dejado de ser ya representativa y está a punto, salvo milagro, de fenecer. Por último, ellos, aunque muchos todavía se nieguen a aceptarlo, son el futuro, porque prácticamente solo ellos están trayendo al mundo occidental las siguientes generaciones.
Concluyo. Me ha hecho mucha gracia esta confusión de churras con merinas de cristiandad en extinción, en la que, como pasa siempre en esta era de las redes sociales, se ha entrado con un enfado tan furioso como presumiblemente breve: en unos días nadie se acordará de la fiesta wokeolímpica ni de su indescriptible sentido. Yo, mientras observo con asombro imágenes y comentarios, prefiero pensar que es la despedida de un imperio, el moderno, que ya no da más de sí, y que se agarra a cuatro ideas chapuceras, líquidas, aéreas por no decir flatulentas, o trata inútilmente de volver a los cuarteles de invierno mientras, como canta Vetusta Morla, el nuevo mundo aún no ha salido en los diarios, ni se ha puesto los zapatos, pero está ahí, invisible, despreciado, esperando (termino con una frase de 091) ver arder la ciudad.
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