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El eterno joven de corazón decrépito y andares altaneros llegó desde Occidente, seguro de sí mismo, orgulloso, soberbio, a través del dilatado camino envuelto en vapores neblinosos que atravesaba la penumbra de las Planicies Grandilocuentes y desembocaba en las fauces del Bosque Lúgubre.
- Voy a por todas -se decía a sí mismo-. Todo me va a ir bien. Mi futuro está detrás de ese bosque, y tengo garra de sobra para triunfar sobre él y salir más fuerte y más majestuoso. Nadie me puede detener, y mi tenaz voluntad va a ser admirada y aplaudida por muchos. ¡Qué digo, muchos! ¡Por todos!
- Lo veo difícil -le contestó un anciano que descansaba acurrucado sobre una gran roca junto a los dos árboles fantasmagóricamente retorcidos que, enlazando caprichosamente sus ramas, hacían de portal, entre volutas de vapor gris, hierbajos espinosos y tortuosas raíces, hacia la oscuridad de siniestros ruidos y sombras tenebrosas del bosque.
- ¿Qué? ¿Que lo ves difícil? -preguntó, a modo de réplica, el eterno joven- ¿Y tú quién eres, para que tenga que escucharte? ¡Lo que me faltaba: un viejo haciéndome perder el tiempo!
- Perdona, pero no soy viejo. Soy anciano -replicó el anciano.
- Ya. Como si no fuera lo mismo.
- No es lo mismo -le explicó el anciano-. Verás: un viejo es alguien que tiene el corazón decrépito y que ha decidido borrar su memoria, y eso le hace convertirse en un inútil para otear el horizonte del porvenir. Y, por lo que veo, me da la impresión, jovenzuelo, de que el viejo eres tú.
- ¿Cómo te atreves? -replicó el recién llegado, enfurecido, metiendo los pulgares bajo las correas de la enorme mochila que cargaba a las espaldas- ¡Yo soy joven, siempre he sido joven y siempre seré joven! ¡Y ni tú ni nadie me va a decir cómo tengo que progresar hacia mi porvenir!
- Eso es. Has soltado puras palabras de viejo. Un viejo que cree que puede salir con vida de ese bosque él solo, con sus propias fuerzas, sin ayuda de nadie.
- ¿Qué? ¿Pero qué me estás diciendo? -el rostro del joven de andares altaneros tenía una expresión cada vez más airada- ¡Claro que puedo salir yo solo de ahí, y voy a salir mejor de lo que estoy a punto de entrar ahora mismo! ¡Aparta, viejo, y no molestes! Para que lo sepas: en esta mochila llevo las últimas armas, los últimos artefactos, la última tecnología para vencer lo que quiera que haya ahí dentro.
- No tengo por qué apartarme, porque no te estoy impidiendo el paso. Yo estoy aquí, y el camino de entrada justo ahí, entre los dos quejigos centenarios que tienes enfrente -le corrigió el anciano, encogiendo los hombros-. Pero sí te digo que, si entras solo, fenecerás antes de que te des cuenta.
- Sí, claro, lo que tú digas. ¿Y cómo estás tan seguro?
- Porque no tienes ni idea de lo que hay ahí dentro. Yo he pasado ya más de una vez a través del Bosque Lúgubre, aunque nunca se me ha ocurrido hacerlo solo: me ayudaron los ancianos cuando yo era joven, y ahora, ya anciano, estoy aquí para ayudar a otros. Pero me da la impresión de que tú has renunciado a todo lo que no sea agrandar esa paellera que tienes por ombligo. Pues nada: adelante. Dentro de un rato iré a enterrar tu cadáver despedazado, con todo el dolor de mi corazón.
- Oh, vale: encima me vienes con amenazas. ¡Estás coartando mi libertad! ¿Qué hay en ese bosque que sea tan horrible como para que yo no pueda vencerlo con el arsenal que llevo aquí dentro? Vamos, contesta, tío listo.
- No era mi intención amenazarte, ni pedirte nada a cambio de ser tu guía, joven caduco. Yo simplemente te informo de que, si te dejas conducir, te puedo enseñar cómo vencer a los enemigos que te esperan ahí, que no son moco de pavo. Verás: tras la primera colina, que ya se hace difícil con esa penumbra interminable llena de fantasmagóricos susurros sombríos, te encontrarás con las Arañas Agigantadas de Telarañas Etéreas. Tú creerás que caminas libre, pero ellas irán tejiendo a tu alrededor, sin que te percates, una red tupida imposible de ver a no ser que uno se arme de paciencia; cuando te quieras dar cuenta ya no te podrás mover, y luego devorarán tu corazón clavándote la ponzoña de sus mentiras y sus necedades, porque, eso sí, aunque tienen unos cuerpos pútridos e infectos, sus voces son cantarinas como las de los seres más inocentes y bellos que se pueda imaginar. Si consigues pasar por ahí, y después de atravesar la Depresión de los Sauces Sollozantes, te asaltarán las Ratas Rabiosas, que contagian la peste de la cólera y la ansiedad con sus dientes afilados como alfileres. Sus presas favoritas son los viajeros orgullosos, soberbios e impacientes como tú, y solo los peregrinos livianos pueden resistir sus ataques. Pero espera, que, si por arte de birlibirloque consigues escapar de las ratas, antes de salir del bosque te atacarán los Fuegos Fatuos Fétidos, que se meten por tus narices, llegan hasta tu alma y la envenenan con pesadillas de honor, poder, apariencia y placer que consiguen que te explote el pecho y salga de él un monstruo baboso y repugnante que crece asombrosamente y lo devora todo a su paso. Créeme, ya he tenido que deshacerme de varios. Y ahora dime: ¿cómo vencerás a todos esos enemigos con lo que traes en tu especie de… desmesurada mochila modernísima?
- ¿Seguro que no te acabas de inventar todo eso? Porque me suena, no sé, como a cuento fantástico, ¿sabes, viejo? Además: ¿cómo vas a derrotar tú, que parece que no tienes fuerza ni para caminar, a todas esas bestias repugnantes?
- Si crees que me lo he inventado no hables más conmigo: adelante, corre y métete de cabeza en el bosque. Mira: no se trata de fuerza, ni de velocidad, ni de agilidad, jovenzuelo de alma rancia -respondió el anciano tranquilamente, mesándose la larga barba blanca-. He visto entrar ahí a los tipos más fuertes, los más veloces, los más ágiles, y pocos han salido por el otro extremo, donde brilla la luz. Yo simplemente te ofrezco mi mano. Te digo: aquí estoy para que podamos caminar juntos, confiar, saber dónde pisar y en qué vericueto está acechando cada peligro. Te ofrezco mi memoria y mi sabiduría. Pero si crees que tú puedes solo, adelante: entra y, eso sí, abandona toda esperanza.
- Ahora lo veo claro, viejo: ¡tú lo que quieres es el honor! -bufó el joven, con la voz cada vez más apagada- Porque si me ayudas la gloria ya no será mía cuando llegue al pueblo del otro lado, cuando conquiste la luz, cuando me reciban como un héroe que…
- Un héroe, sí -lo interrumpió cansinamente el anciano-. El pueblo del otro lado, sí. Conquistar la luz, sí. Fortuna y gloria... Perdona que te diga, pero la vida, toda la vida, es una aventura. Y al otro lado, aunque desde aquí se vea luz, sigue habiendo peligros. Y el premio no es conquistar la luz, que siempre estará un poco más allá para poder iluminarte el camino: el premio de verdad es caminar, para los que somos peregrinos, claro. La corona se gana mientras se aprende, se comparte, nos echamos una mano, avanzamos y vencemos, trabajamos juntos para no dejarnos atrapar por las redes, la peste ni el veneno. La gloria no es un aplauso al final del camino, sino caminar, porque cada paso guarda la memoria de todos los anteriores y también de los que todavía no han sido pero vendrán, si quieres que te acompañe, naturalmente. Si no, cada una de tus pisadas se perderá en la nada, y nada será lo que encontrarás.
- No sé. No lo veo claro -susurró el tipo de la mochila, rascándose la cabeza-. Tiene sentido, no digo que no, pero debería dejar tantas cosas, anciano...
- Vaya, parece que he dejado de ser un viejo. En fin, joven que dudas, no te preocupes si tienes que reflexionar. Lo importante no es lo que dejas, sino lo que encontrarás. ¿Por qué te crees que estoy yo aquí? No tengo nada mejor que hacer que acompañarte en tu camino, si me dejas. Si estás dispuesto a sacudirte tu eterna juventud y hacerte niño, aquí estoy. Yo hace ya mucho que dejé de ser joven, como ves. Cuando estés preparado, avísame. Mientras tanto voy a jugar un rato con otros chaveas que hay por aquí, y que seguramente estarán también encantados de echarte una mano. Cuando te decidas, tú canta lo primero que se te venga a la cabeza, y aquí estaré. O estaremos.
Y el anciano se levantó, se sacudió el manto, dio un sorprendente salto y desapareció entre la espesura mientras el hombre cargado, que ya no tenía clara ni siquiera su eterna juventud, se miraba las manos arrugadas, se quitaba la pesada mochila de las espaldas e intentaba recordar alguna olvidada coplilla de infancia que tararear para que pudiera volver aquel extraño personaje con corazón de niño y ser su guía a través del Bosque Lúgubre.
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