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Cuando Javier llegó a casa encontró a toda la familia muy atareada. Su madre acababa de terminar de preparar dos fuentes del mejor marisco que había podido conseguir en medio de la batalla campal en la que se había convertido ir a la tienda los últimos días. La mesa era una interminable exposición de los inmejorables manjares que imaginarse puedan mientras en la cocina esperaba la segunda parte de aquel atracón nocturno sin moderación, medida o cordura.
Su padre estaba convenciendo al hermano mayor, Luis, de que tenía que sonreír a toda costa, aunque su tía Gertrudis, la que le pellizcaba los carrillos y lo besaba enmascarada en un kilo de pintura que le cubría cara y labios, le cayera como el culo; también le sugirió severamente que no se le ocurriera hablar de política delante de su tío Federico, porque siempre la liaba. Su tío Federico, no él, le aclaró. Bueno, también él cuando se calentaba, repuso.
- Ante todo -concluyó, alzando el dedo índice y poniéndole la otra mano encima del hombro- tenemos que ser políticamente correctos. Mañana habrá tiempo para criticarlos, pero HOY NO.
- Vale, papá -contestó Luis, resoplando y entornando los ojos.
En una esquina del salón brillaba débilmente un mustio árbol de navidad, rodeado de montones de regalos aún por abrir. Más allá, sobre una mesilla, compartían el escaso espacio unas regastadas figuras de plástico: una pobre mujer que lavaba a la orilla de un minúsculo riachuelo de papel de plata, y un pastor de ropas andrajosas y andares alegres que caminaba hacia algún lugar perdido más allá en el que se distinguía, a duras penas, junto a un haz de leña, a una joven sonriente, su marido, que la miraba con cariño, y una criaturilla recién nacida envuelta en pañales y acostada en un pesebre.
El niño se detuvo frente a la escena olvidada. Miró durante un tiempo el miserable establo y a las tres personas que lo habitaban, y luego dirigió sus ojos hacia la otra parte del salón. Se le removieron las entrañas.
- No sé qué estás mirando ahí como un pasmarote, Javi -le dijo su madre, cruzando los brazos y observándolo con las cejas enarcadas-. Se nos hace tarde y tenemos que terminar de preparar la cena, que la familia va a llegar de un momento a otro. ¡Y la de cosas que me quedan todavía por hacer! ¡Esto es un sindiós! ¡Venga, aligera, que es Nochebuena!
- Esto es un sindiós -repitió Javier, con tristeza-. Mamá: hemos convertido la Navidad en un asco.
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