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4. Juan Crisóstomo
Vida
Nació hacia el año 350, en una familia de clase social alta, en Antioquía. Su padre, Segundo, era funcionario del gobierno, y murió cuando él era todavía un niño y su madre, Antusa, cristiana, tenía solo 20 años. Asistió a las clases de un retórico famoso, Libanios, donde hizo amistad con Teodoro de Mompsuestia, fue bautizado en el 372 y entró en el Asketarion de Diodoro de Tarso, siendo uno de sus grandes discípulos y aprendiendo la exégesis antioquena de la Sagrada Escritura.
Promovido a lector en el 375, su afán de perfección le hizo retirarse al desierto, 4 años, y después a una cueva, durante 2 años. Su salud se vio muy perjudicada y tuvo que volver a Antioquía. Allí recibió, de Melecio, el diaconado en el 381, y se ocupó de multitud de tareas: servicios caritativos y sociales en favor de los pobres, educación de niños y jóvenes, y la administración. Tres directrices guiaron desde entonces su vida: la brillante formación retórica, que le valió el sobrenombre de “Boca de oro”; el afán de seguir a Cristo de la forma más perfecta y radical posible, y una vida de fe en medio del mundo, afrontando los problemas cotidianos de la pastoral.
Después de 5 años como diácono, el obispo Flaviano lo ordenó sacerdote el 28 de febrero del 386. La predicación y la pastoral pasaron a ser los grandes cometidos de la vida de Juan.
Cuando fallece Nectario, patriarca de Constantinopla, el 27 de septiembre del 397 el emperador Arcadio determinó que Juan ocupara la sede patriarcal, sin sospechar, desde luego, lo que políticamente estaba haciendo. La elección del emperador, llevada a cabo por Teófilo de Alejandría, fue muy acertada para la pastoral de la ciudad, pero fatal para los horizontes políticos del gobernante y, sobre todo, de su mujer. Constantinopla había vivido, bajo el episcopado de Nectario, más político que pastor, un creciente laxismo en el clero y en el pueblo, y muchos monjes que vivían en la ciudad habían seguido sus propios caminos.
Juan entró con la radicalidad del Evangelio por bandera, sin miramientos con la política, con el poder o con las riquezas: redujo el boato de la corte episcopal a un estilo de vida austero, vendiendo sus propiedades y los bienes de la Iglesia en casos de necesidad del pueblo, para atender a los pobres, los enfermos y los emigrantes. Reorganizó el sistema de diaconisas y viudas con la colaboración de mujeres acomodadas, exhortó al clero diocesano a llevar una vida ejemplar, y trató de incardinar a los monjes en su territorio. Predicaba sin tapujos los principios de la vida cristiana, criticando los lujos de todos, incluida la casa imperial, y la asistencia a los juegos de circo en vez de a la asamblea cristiana. Consiguió el seguimiento de los cristianos sencillos, de una parte del clero y de los monjes, pero todos aquellos que no querían dejar de lado riquezas, honores ni poder se convirtieron en enemigos.
Varios hechos favorecieron la trama que acabó con su deposición. Teófilo de Alejandría y Epifanio de Salamina lo acusaron de favorecer a los herejes por acoger en su iglesia a Eutropio, que había caído en desgracia y al que él no quiso negar el inalienable derecho de asilo, y al presbítero Isidoro de Alejandría y algunos monjes a los que Teófilo acusaba de origenismo herético, si bien Juan solo pretendía una investigación y una valoración imparciales. Eudoxia, la emperatriz, se unió a ellos porque no soportaba las predicaciones del obispo contra el lujo y el libertinaje.
El año 403 estos y otros (entre los que estaban Cirilo de Alejandría, sobrino de Teófilo, del que heredó su arte en la política y su falta de escrúpulos, y al que sucedió en la sede) maquinaron el «Sínodo de la Encina», celebrado solo con 36 obispos contrarios a Juan, y presidido, cómo no, por Teófilo. Juan no se presentó y, tras ser llamado por 3 veces, el emperador firmó su condena al destierro en otoño del 403. Esta, sin embargo, no se llevó a cabo, no se sabe si por una desgracia en el matrimonio imperial o por los levantamientos que provocó entre la gente sencilla de Constantinopla.
Juan se mantuvo imperturbable en su línea de predicación y de reforma, y el emperador Arcadio le exigió que abandonara la ciudad antes de la pascua del 404. No lo hizo. Se le impidió entrar en la catedral, y él celebró la ceremonia bautismal de la Noche de Pascua en los baños de Constante. El ejército interrumpió la ceremonia. El emperador firmó un decreto de destierro a Cúcuso, donde Juan pasó tres años, pero desde donde siguió manteniendo el contacto con el pueblo (se conservan más de 240 cartas de esta época). Por tanto, sus adversarios, temiéndolo aún, movieron al emperador para que lo desterrara a Pitio, un lugar hosco en la extremidad oriental del Mar Muerto. Fue tratado con brutalidad, y murió durante el camino, de agotamiento, el 14 de septiembre del 407 en Comana, en el Ponto.
El papa Inocencio consiguió su rehabilitación en el 412, y en el 438 sus restos mortales recibieron sepultura solemne en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla. Desde el 1 de mayo de 1626 sus restos descansan en la capilla del coro de San Pedro de Roma.
Líneas esenciales de su pensamiento
Sin duda, Juan es el Padre de la Iglesia griega que ha legado la obra más amplia, comparable solo a la de Agustín en Occidente.
Sobre todo tenemos un gran número de homilías, con un estilo imaginativo, rico en metáforas y símiles, con gran variedad de tonos y adaptado a cada momento, circunstancia y grupo de personas, con una fina psicología y sabiendo captar la realidad social de su tiempo a la perfección. Sus primeros tratados son sobre problemáticas relativas a la vida monástica, y exaltando el matrimonio y la virginidad.
De su etapa como predicador, a partir del 386, tenemos más de 700 homilías de la época anterior a su destierro. Comenta en ellas muchos libros de la Biblia de una forma sistemática, pero también hay sermones en festividades varias, fiestas de santos o sobre cuestiones prácticas, una serie de Homilías contra los arrianos, cuya presencia todavía era amplia a pesar de haberse ya dado el concilio de Constantinopla, y ocho Discursos contra los judíos, es decir, contra la práctica de reconversión al judaísmo, entonces habitual. En el 387 escribió una serie de homilías Sobre las estatuas, reflexionando sobre la historia de la salvación y sobre las funciones de la autoridad de la Iglesia y la autoridad imperial. En el 388-390 escribió los Diálogos sobre el sacerdocio, donde se delinea el retrato ideal del sacerdote, que veremos a continuación. También de esta época es el escrito Sobre la vanagloria y la educación de los hijos, sobre la pedagogía cristiana.
Es muy rica su obra exegética, desarrollada también en forma de homilías: el Génesis, algunos salmos, Job, Isaías, Mateo, Juan, los Hechos de los Apóstoles, las epístolas paulinas… Además, compuso doce importantes Homilías catequéticas dirigidas a los que se iban a bautizar o acababan de hacerlo.
A la época del exilio pertenecen, entre muchas otras, las diecisiete Cartas a la viuda Olimpia, diaconisa de la iglesia de Constantinopla, con la que le unía una profunda amistad espiritual, y dos escritos, uno sobre el hecho de que Nadie puede ser dañado sino por sí mismo, un tema recurrente en su obra, y otro sobre la providencia divina, en medio de la crueldad de su destierro.
En cuanto a los temas de su teología, sus homilías están inspiradas fundamentalmente en el mensaje bíblico, y dedicadas sobre todo a la reforma moral de sus fieles: el uso social de la riqueza, identificando a Cristo con los indigentes; la condena del lujo y el libertinaje de las clases poderosas, y la inmoralidad de los espectáculos teatrales; la paridad y el equilibrio en la dignidad entre el hombre y la mujer, y la inversión en sus relaciones, ya que es la mujer la que debe instruir al hombre para evitar su hipocresía y su inmoralidad; la presencia del cuerpo y sangre de Cristo en la eucaristía, ligada con la Encarnación de un modo fuertemente realista; la interpretación exegética de línea antioquena, privilegiando el significado histórico-literal, pero abierto a la tipología e incluso a la alegoría, si bien relativizando esta. En cuanto a su teología trinitaria, afirma la igualdad de las personas divinas en el ámbito de la Trinidad, la bondad de la creación contra el determinismo, la humanidad de Cristo como templo de su divinidad, el carácter completo de la divinidad (contra los arrianos) y la humanidad (contra los apolinaristas) de Cristo, uno solo, un solo Hijo de Dios, y la unidad del Logos y la carne sin confusión de las esencias. Crisóstomo mantiene una línea de constante equilibrio entre tendencias opuestas sin entrar nunca en el debate doctrinal de manera conflictiva. Por ello él no aparecerá en el vértice de la cuestión nestoriana, como tampoco lo hará Agustín de Hipona, por ejemplo.
En cuanto a la obra que nos ocupa, Juan hace un diálogo teniendo en cuenta los recursos estilísticos de los diálogos clásicos, pero adaptando el contenido y las figuras literarias a su ser cristiano. De lo que se trata es de demostrar una tesis principal, a la que sirven todas las reflexiones secundarias que se aportan: Basilio y Juan son propuestos para la “dignidad del sacerdocio” por la ciudad, pero Juan trama una artimaña para que sea elegido Basilio, y verse él libre de tal carga.
Tenemos un prólogo y un epílogo, que nos explican el contenido, y en medio dos defensas del protagonista, Juan, frente a la acusación de Basilio, que lo acusa de engaño y traición. Aquel trata de mostrarle que lo sucedido es lo mejor para los dos y para la Iglesia, y se defiende también frente a las críticas recibidas en la ciudad por no haber aceptado el sacerdocio: Juan ha ofendido a sus electores, y ha rehuido el honor movido por su orgullo. Juan expone a Basilio una justificación de su “huida”, y la dignidad del sacerdocio, y lo hace de tal manera que este cambia de preocupación: de la primera, cómo responder a las críticas de la ciudad, a la última, cómo vivir bien el sacerdocio. Al final se produce la reconciliación entre ambos.
No es el primer diálogo en la historia del cristianismo: fue un recurso muy utilizado, y ya en Justino tenemos el Diálogo con Trifón, por ejemplo. Juan Crisóstomo tenía buenas razones para escoger esta forma literaria. Sí es, desde luego, la primera obra, y el primer diálogo, que tiene el sacerdocio como clave. Se diferencia profundamente de los diálogos clásicos, por tanto, en su contenido, ajeno a la ironía o a la galantería: es un drama religioso claro. En cuanto a si su hilo es histórico o no, está claro que algunas cosas pueden ser históricas, pero estamos dentro de los esquemas más tópicos del arte griego y, por consiguiente, lo que interesa al Crisóstomo es la defensa del sacerdocio, y para ello se vale de todos los recursos estilísticos posibles, tanto los propios del cristianismo como los culturales. Tampoco hay mucha duda de que una referencia clara de esta obra es nuestro autor anterior, Gregorio de Nacianzo, y su Discurso II (escrito un par de décadas antes), con la misma preocupación, defender la dignidad del sacerdocio, y con una trama muy parecida.1
En cualquier caso, podemos decir que Juan Crisóstomo pertenece también a esos “exploradores” que utilizan los medios de la época para exponer lo propio. Nuevamente, algo que, me parece, hemos perdido casi absolutamente como Iglesia en las últimas décadas, al menos en nuestra tierra.
Crítica al clericalismo
Para ahondar en este tema dentro del diálogo entre Juan y Basilio tenemos que ser conscientes antes del lugar en el que se escribe: Antioquía. Una Iglesia dividida, en aquel tiempo, como mínimo en tres partes, que encierran desde los nicenos más recalcitrantes hasta los arrianos más radicales, y cada parte con su propio obispo. Todo esto en un siglo en el que la Iglesia ha pasado de ser perseguida a ser casi oficial, contagiándose de muchas de las grandes lacras de las religiones “imperiales”, como el conformismo, la vanagloria, las ambiciones… A su vez, el fenómeno monástico estaba siendo una reacción frente al aburguesamiento del clero de la época, por lo cual existe la idea de que el sacerdocio, al que muchos aspiran por razones ajenas a la misma vocación, era entrar en un mundo de ambiciones que la vida monástica deja a un lado; por tanto, era preferible esta última.
La gran pregunta es la siguiente: ¿se puede ser un cristiano radical y vivir en la ciudad siendo sacerdote? Si esto lo trasladamos a la Antioquía de nuestra obra, en ella se muestra el deshonor, la indignidad y la falta de autoridad moral y espiritual que había alcanzado el sacerdocio. Y, sin embargo, se habla en él de la dignidad de este. Esta obra no es una exposición del modelo de sacerdote sin más, sino que está dirigida a una sociedad concreta, para reparar las brechas que había abierto en la idea de la dignidad del sacerdocio la bajeza vital de muchos de ellos.2
Encontramos, así, descritos muchos de estos pecados clericales que me parece que debemos tratar, porque algunos de ellos los podemos compartir en mayor o menor medida, y los tenemos que evitar si queremos, hoy, devolver al sacerdocio la dignidad que le es propia, y sacarlo de esta imagen actual que se ha convertido en una especie de “chiste malo” propio de película de José Luis Cuerda. Que no digo yo que la culpa sea toda de nuestra vivencia del sacerdocio, pero tampoco me parece que sea de recibo “echar toda la culpa a los de fuera y vernos como víctimas”, porque esto es lo que hacen siempre los que tratan de autojustificar sus pecados.
¿Y cuáles son estos pecados? Veamos algunos de ellos.
La vanagloria y la ambición de poder
Nuevamente nos sale esta lacra, como en el discurso del Nacianceno. Nos dice el Crisóstomo, poniendo también el ejemplo del mar y del barco, que el alma del sacerdote es sacudida por olas enormes, y que el escollo de la vanagloria es el más temible de todos. ¿Y por qué? Porque dentro de él habitan monstruos que tratan de despedazarnos diariamente.
Ira, desaliento, envidia, discordia, calumnias, acusaciones, mentira, hipocresía, maquinaciones, enojo contra quienes nada malo han hecho, placer al ver la torpeza de los colegas y aflicción por los éxitos, deseo de alabanzas, ansia de honor, que precipita de cabeza mucho más que lo demás, enseñanzas que buscan complacer, adulaciones groseras, lisonjas innobles, desprecio de los pobres, cuidado de los ricos, honores insensatos y favores perjudiciales, que hacen peligrar no solo a quienes los procuran sino también a quienes los reciben, temor servil y propio solo de los más ruines esclavos, muerte de la libertad de palabra, mucha apariencia de humildad pero nada de verdad, acusaciones que están fuera de lugar y reproches, sobre todo contra los humildes, más allá de toda medida; en cambio, contra los que están revestidos de poder no se atreve a abrir los labios.3
Los que desean elogios, no solo cuando son reprochados a la ligera sino también cuando no son alabados continuamente, tienen el alma dominada como por una especie de hambre, sobre todo, cuando han sido educados en ello o también cuando escuchan que otros son alabados. Y no es posible que su alma se vea libre de las preocupaciones y de la tristeza.4
Los honores que proceden de las mujeres perjudican al vigor de la templanza y, con frecuencia, la abaten cuando no se sabe vigilar […]. En cuanto a los que proceden de los hombres, si uno no los acepta con mucha grandeza de alma, es dominado por dos pasiones contrarias, el servilismo de la adulación y la necesidad de la petulancia; por un lado, se ve obligado a someterse a quienes lo halagan y, por otro, se hincha con los honores que le otorgan por las cosas más pequeñas y se ve empujado al abismo del orgullo.5
Es absolutamente necesario que el alma (del sacerdote) esté pura del deseo del sacerdocio. Si está apasionado por esta autoridad, cuando la alcanza, aviva el fuego con más fuerza; y, como ese deseo lo tiraniza, padece innumerables desgracias por mantener firme aquella autoridad, aunque sea necesario engañar, soportar algo innoble e indigno o gastar gran cantidad de dinero. […] Yo no digo que sea temible desear la actividad (del sacerdocio), sino desear el dominio y el poder. Y creo necesario desterrar del alma este deseo con todo empeño y no consentir en aferrarse a esta autoridad, para que todo lo pueda hacer con libertad. El que no desea aparecer con esta autoridad, no tiene miedo a su destitución y, al no tener miedo, podrá hacer todo con la libertad que conviene a los cristianos.6
La superficialidad en la elección de los candidatos
Juan Crisóstomo hace una crítica, bastante acertada, y que hoy podríamos mirar quizás desde otro punto de vista, pero con los mismos resultados, sobre la elección de los candidatos: en aquellos entonces tenemos como razones el prestigio de la familia, el dinero, los manejos de política eclesiástica, los lazos familiares o amicales, y hoy puede ser la urgencia por tapar huecos parroquiales o diocesanos, ante la crisis galopante que vivimos, al menos en Málaga. Veamos lo que nos dice nuestro autor.
¿Cuál es, a tu parecer, el origen de tantos desórdenes en las Iglesias? Yo creo que tienen un único origen: las elecciones y designaciones de quienes las presiden se hacen con superficialidad y de cualquier manera.7
La razón: nadie mira a lo único que se debe mirar, la virtud del alma, sino que existen incluso otros motivos para conferir este honor. Por ejemplo, uno dice: «Téngase en cuenta que es de una familia ilustre»; y otro dice que fulano debe ser elegido porque posee una gran fortuna y no necesitaría alimentarse de los ingresos de la Iglesia; y otro dice que mengano debe ser elegido porque desertó de los enemigos (eclesiales del partido contrario). Y otro se afana en elegir al que se comporta familiarmente con él; otro, al que es pariente; y otro, al más lisonjero de todos. Nadie quiere mirar al que es apto ni examinar su alma. […] Toman sin más a hombres cualesquiera y los ponen al frente de aquello por lo que el Hijo Unigénito de Dios no rehusó vaciarse de su gloria, hacerse hombre, tomar la forma de siervo, ser escupido y azotado y morir ignominiosamente por medio de la carne.8
Así (como en una tormenta que hunde el barco) sucede también con la tranquilidad de la Iglesia: una vez que ha acogido a hombres funestos, se llena de vendavales y de muchos naufragios.9
En esta última cita he visto reflejado el discurso que Benedicto XVI hizo en el L aniversario de la apertura del Vaticano II, justo unos meses antes de renunciar, y que nos dejó a todos en la Plaza San Pedro boquiabiertos.
La falta de libertad
La falta de libertad es un problema grave para Juan, que insiste en él en varios lugares. Se refiere tanto a la falta de libertad respecto a la ambición del poder y la vanagloria, que hace esclavo de los ámbitos del poder, como respecto a la vida moral. Veamos esta última.
Quien alimenta las pasiones del alma cuidadosamente, se dispone a un combate más difícil contra ellas, y las hace más terribles para él, hasta el punto que vive toda su vida en la esclavitud y el miedo. ¿Cuál es el alimento de estas fieras? Los honores y las alabanzas son el alimento de la vanagloria; la autoridad y el poder grandes, de la soberbia; los honores del prójimo, de la envidia; la distinción y los reconocimientos de los bienhechores, de la avaricia; el placer y el trato continuo con las mujeres, de la intemperancia; y así sucesivamente.10
La irascibilidad
He aquí, según Juan, una falla grave, siempre teniendo como punto central la relación del sacerdote con el pueblo de Dios. En primer lugar, porque hace imposible guardar el equilibrio en las relaciones; y, en segundo lugar, porque dificulta mucho resistir tanto las burlas de los que están “abajo” como los reproches de los de “arriba”.
Soportar la insolencia, la injuria, las palabras molestas, las burlas de los inferiores, unas veces dichas a la ligera, y otras, con justicia, los reproches hechos al azar y en vano por parte de los superiores y de los subordinados, no lo soportan muchos, sino uno o dos. […] Un carácter violento produce grandes inconvenientes no solo a quien lo posee, sino también a quienes están cerca. […] Quien no es capaz de dominar su ira consigo mismo ni en el trato con unos pocos, cuando le es confiada la dirección de toda una multitud, se deja arrastrar fácilmente, como una fiera aguijoneada por muchos y de todas partes; no es capaz de vivir en paz; y prepara innumerables males para quienes le han sido confiados. Nada turba tanto la pureza de mente y la limpieza de corazón como un temperamento desordenado y violento. Echa a perder incluso a los prudentes. Entenebrecido como en un combate nocturno, el ojo del alma no encuentra la manera de distinguir a los amigos de los enemigos, ni a los indignos de los dignos, sino que trata a todos de una única manera. […] Lleva fuera de sí, hasta la locura, las enemistades inoportunas, el odio irracional y choques en general. […] ¿Cómo podría uno calmar el ardor de las pasiones de los fieles, cuando él mismo está hinchado? ¿Quién, entre la gente, desearía ser moderado, cuando ve irascible a quien ejerce la autoridad?11
Las pasiones del alma son propensas, por naturaleza, a hacerse salvajes si son molestadas e irritadas, violentando a quienes las poseen para pecar más gravemente. A quien no está atento, lo empujan al deseo de gloria, al engreimiento y al deseo de riquezas, y lo empujan al placer, a la relajación, a la indolencia y, poco a poco, a males que nacen de estos, pero que conducen a daños peores.12
La labia
Esta es otra de las calamidades que debe evitar un sacerdote. ¿Qué quiere decir esto de “la labia”? Es la tendencia, muy instaurada también en cierta parte de nuestro clero, a predicar para agradar a los oyentes más que para ayudarles, ofrecer lo que gusta oír en vez de querer hacer el bien, o, peor aún, querer competir con los colegas en “belleza hueca” (hoy día podríamos decir “a ver quién predica mejor el triduo”, o “a ver quién tiene más seguidores en redes sociales, o es un Youtuber más aclamado”).
Muchos fieles dejan a un lado el lugar que corresponde a los discípulos y adoptan la actitud de los espectadores paganos que se acomodan para asistir a los certámenes. […] Se han habituado a escuchar no por utilidad, sino por divertimento, como si fuesen un jurado de actores o de citaristas, y el poder de la palabra se hace más deseable que para los sofistas.13
Si el que habla se deja dominar por la gloria de los aplausos, el daño sobreviene igualmente para él y para la gente cuando, por el deseo de alabanzas, se preocupa de hablar por agradar a los oyentes más que por ayudarles.14
El que no desprecia las alabanzas se atreverá a todo, aunque tenga que perder el alma, con tal de rebajar la gloria de aquellos (del pueblo de Dios) a la baja condición de su propia ruindad. Además de esto, se apartará de los sudores que comporta el trabajo como si una especie de letargo se hubiese esparcido por su alma. Cuando alguien que se ha afanado mucho obtiene elogios menores, eso es capaz de abatir y sumergir en un sopor profundo a quien no es capaz de despreciar las alabanzas. […] ¿No sabes cuánto deseo de elocuencia se ha introducido ahora en las almas de los cristianos? ¿No sabes que los oradores son más ensalzados que nadie, no solo por los de fuera, sino también por los que están familiarizados con la fe?15
Aquí están algunos de los síntomas de clericalismo que trata Juan Crisóstomo en esta obra, y que son complementarios y muy cercanos a los que veíamos con Gregorio. Pero ahora debemos pasar a la parte buena, es decir, a qué consejos para el sacerdocio he podido encontrar yo aquí y allá, que son abundantes.
Consejos para el sacerdocio en el Diálogo sobre el sacerdocio
Primero, volvemos a recordar algo importante: hemos de leer el texto en su contexto, es decir, que no encontramos aquí una tesis sobre el sacerdocio o una visión completa acerca del mismo, porque nuestra idea de la vocación sacerdotal es, en algunos aspectos, diversa a la de entonces, y porque el diálogo está escrito para responder a unos problemas concretos en una época concreta. Pero teniendo esto en cuenta, hay muchos consejos y muchas afirmaciones absolutamente geniales e intemporales en esta obra de Juan Crisóstomo. Veamos algunas de ellas.
Visión integradora del sacerdocio
Encontramos en el texto una visión integradora entre el sacerdocio y la vida monástica, en esta especie de “lucha por la radicalidad” que se vivía en la época: Juan exhorta a los sacerdotes a guardar las virtudes propias de los monjes, como la pureza, la tranquilidad, la santidad o la constancia, pero en su peculiar forma de vida, en medio de la ciudad y del pueblo. Esto es especialmente importante si se tiene en cuenta que Juan Crisóstomo instituyó monjes e incluso los envió a misionar.
El sacerdote no es complicado, y participa en todo lo que no ocasiona un perjuicio, teniendo toda su ciencia guardada en los tesoros del alma. (Comparándolo con el monaquismo) El que está sentado al timón dentro del puerto no da una prueba exacta de su oficio, pero nadie negará que es un óptimo piloto quien es capaz de salvar la nave en medio del mar y de la tempestad.16
Se debe conocer si alguien, tratando y conviviendo con todos, es capaz de guardar íntegra e inquebrantablemente la pureza, la tranquilidad, la santidad, la constancia y los demás bienes que son propios de los monjes.17
La caridad pastoral
Hay una llamada esencial a la dignidad sacerdotal, pero el concepto de esta es muy distinto al que solemos tener nosotros: es la dignidad en el ejercicio de la caridad pastoral. Así habla Juan cuando compara el pastoreo del sacerdote con el del pastor de rebaños, como ya había hecho Gregorio.
El que se ejercita a sí mismo en la virtud dirige hacia sí solo la utilidad; pero el sacerdote produce un beneficio que pasa a todo el pueblo.18
Una clave es, de nuevo, el diálogo entre Jesús resucitado y Pedro. Su función no es poner de manifiesto el amor de Pedro hacia Jesús, sino el amor de Jesús por su Iglesia. Por eso termina con el «Pastorea mis ovejas». El sacerdote es testimonio del amor de Cristo por la Iglesia, y testimonio del amor a Cristo, porque no hay manifestación mayor de amor a Cristo que pastorear su rebaño.
Pues (Cristo) le dijo (a Pedro): Pedro, ¿me amas más que estos? (Jn 21, 15) Le habría podido decir: «Si me amas, practica el ayuno, duerme en un jergón, dedícate a vigilias continuas, defiende a los que sufren injusticia, sé como un padre para los huérfanos y como un esposo para su madre». Pero, en ese momento, dejando todo eso a un lado, ¿qué dice? Pastorea mis ovejas (Jn 21, 15).19
¿Cómo debe ser esta caridad? Aquí está la gran pregunta, y Juan Crisóstomo nos la responde con la comparación entre el pastor de rebaños y el Buen Pastor, que es Cristo. Y siempre que puede saca a relucir a Pablo, que es para él una clave fundamental, como para Gregorio.
Aquel admirable hombre hablaba a los corintios con conocimiento de causa: No somos señores de vuestra fe, sino que cooperamos a vuestra alegría (2 Co 1, 14). […] En nuestro caso, hay que hacer mejor al sujeto, no con violencia sino con persuasión. […] Porque Dios corona a los que se apartan del mal no a la fuerza sino libremente. […] Y no hay quien pueda curar por la fuerza al que no quiere.20
El amor del sacerdote debe ser a cada uno y a todos, y adecuarse a cada necesidad y a cada necesitado. Aquí veo yo muy reflejado lo que el papa Francisco nos dice acerca del sacramento de la reconciliación, especialmente lo que nos recomienda a los sacerdotes.
Podría hablar de muchos que han ido a la deriva hasta llegar a males extremos porque se les había reclamado la pena que sus pecados merecían. Pues no basta simplemente imponer la pena conforme a la medida de los pecados, sino sopesar también la disposición de los que han pecado, para que, al querer coser el desgarro, no hagas una herida peor. […] Hay quienes son débiles, y si alguien intenta educarlos bruscamente, los priva de la escasa mejoría que les es posible. […] El pastor necesita mucha inteligencia y un sinnúmero de ojos para examinar por todas partes la situación del alma. […] Es necesario que el sacerdote no deje sin examinar nada de esto, sino que, después de investigar todo con exactitud, aplique adecuadamente sus criterios para que su diligencia no sea vana. […] Si un hombre se extravía de la fe recta, el pastor necesita de mucho esfuerzo, constancia y paciencia. Pues no puede tratarlo con violencia, ni obligarlo con miedo, sino que debe hacerle regresar, de una manera persuasiva, a la verdad de la que escapó. Necesita de un alma noble para no descorazonarse.21
El equilibrio entre la piedad y la inteligencia pastoral
El sentido común, o la inteligencia pastoral, es una clave central en nuestra obra, como vemos. Incluso mucho más que la piedad, aunque esta, desde luego, no se puede obviar.
A la piedad hay que añadir gran inteligencia (pastoral). Pues conozco a muchos que se pasaban todo el tiempo encerrados y se consumían con ayunos. […] Pero cuando se encontraron en medio de la gente y se vieron obligados a corregir las faltas de la muchedumbre, unos no tuvieron la autoridad suficiente para tal empresa, y otros, forzados a permanecer, abandonaron la ascesis anterior, se causaron a sí mismos grandísimos daños y en nada fueron útiles a otros.22
El doble fin del ministerio sacerdotal
El fin de todo esto es doble: la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia. Esto es como un sello que Juan Crisóstomo pone en lugares centrales de su obra, y especialmente cuando habla de los dones que debe tener el sacerdote y de la paradoja que se encierra en nuestra vida.
El alma del sacerdote tiene que brillar como una luz que ilumina el mundo (cf. Mt 5, 14). […] Los sacerdotes son la sal de la tierra (cf. Mt 5, 13). […] No solo se requiere que sea puro, sino también muy inteligente y experimentado en todo. […] Debe conocer todas las realidades del mundo, no menos que el que se desenvuelve en la vida pública, pero tiene que apartarse de todas ellas más que los monjes que se adueñaron de las montañas. […] Necesita ser muy flexible. Digo flexible, no engañador, ni adulador, ni hipócrita; lleno de libertad y audacia, pero sabiendo abajarse provechosamente cuando los asuntos lo exijan, y ser, a la vez, bueno y austero. […] Tempestades continuas cercan esta nave, y estas tempestades no solo atacan desde fuera, sino que nacen también desde dentro, y requieren mucha condescendencia y esmero. Todas estas cosas, aunque diferentes, miran a un único fin: la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia.23
Ser personas públicas
El sacerdote, por tanto, es una persona pública, y esto queda claro en Juan, pero no como algo que utilizar o de lo que enorgullecerse, es decir, como sinónimo del “honor”, de la “buena fama”, o de “salir bien en la foto”, sino para todo lo contrario: nuestra vida debe aparecer como lo que somos por vocación.
Todos miden el pecado no por lo que ha sucedido, sino por la dignidad del que ha pecado. […] El sacerdote ha de estar protegido, como si fuese una armadura de acero, por un celo intenso y una sobriedad continua de vida; ha de mirar alrededor, por todas partes, para que nadie, encontrando un lugar desnudo y descuidado, le ocasione una herida mortal, pues todos están en derredor, dispuestos a herirlo y abatirlo. No solo los enemigos y adversarios, sino también muchos de los que fingen amistad.24
La predicación
Cuando nos habla de la predicación, contra la labia, que hemos criticado antes, también nos da algunos consejos muy jugosos, y ciertamente certeros.
También aquí hace falta mucha nobleza de alma para refrenar el placer incontrolado e inútil de la muchedumbre y poder conducir la atención hacia lo más provechoso. […] Solo hay dos medios para alcanzar esto: el desdén de los elogios y la capacidad de hablar. Si falta el uno, el otro es inútil, pues no se pueden separar. […] También necesita despreciar la envidia y la malevolencia; tiene que soportar reproches sin fundamento, es necesario que no tenga un miedo desmedido a las acusaciones sin fundamento, ni tiemble ante ellas. Ha de intentar sofocarlas rápidamente; […] pero, si después de hacer todo lo posible, los que nos censuran no quieren convencerse, hay que despreciar tales cosas. […] No hay que enorgullecerse con los elogios ni abatirse con los reproches cuando los hacen sin fundamento.25
Componiendo sus discursos para agradar a Dios (en efecto, este debe ser el único criterio y propósito del excelente oficio del sacerdote, y no los aplausos o las felicitaciones), si es elogiado también por parte de la gente, no rechace las alabanzas, pero si los oyentes no se las conceden, no las busque, ni sufra. Para él es suficiente consuelo de sus fatigas, e incluso superior a todos, tener la conciencia de que dispone y prepara armoniosamente la enseñanza para agradar a Dios.26
La administración de los bienes y el despacho
Por último, algunos consejos sobre el despacho, y sobre la administración de los bienes que le han sido confiados en favor de los pobres. Este punto hay que subrayarlo con triple raya, porque a veces en este punto tenemos una carga, que procede de nuestra realidad de ser un “museo de otros tiempos con olor a incienso y alcanfor”, que conviene que no nos haga perder la cabeza, ni que lo abandonemos por completo como algo inútil: la gente viene al despacho, es nuestro deber atenderlos, forma parte de nuestro ministerio, y la administración de los bienes nunca puede perder de vista a la gente más necesitada.
El protector de las viudas no solo ha de ser benigno y paciente, sino también un buen administrador. Si esto falta, los recursos de los pobres se encuentran expuestos, a su vez, a un peligro proporcional. A uno se le había confiado este servicio y amontonaba muchas riquezas; no se las comió, pero tampoco las gastó en los necesitados, a no ser un poco. La mayor parte la enterró y la guardó. Sobrevino una adversidad, y entregó las riquezas en manos de los enemigos. Hace falta mucha prudencia para que la riqueza de la Iglesia no sea excesiva ni insuficiente. Hay que distribuir rápidamente todos los recursos a los necesitados y reunir los tesoros que tiene la Iglesia gracias a la solicitud de los fieles.27
La actividad judicial (en tiempos de Constantino, los obispos recibieron la competencia de resolver problemas judiciales no solo entre cristianos, sino también entre paganos; hoy en día podemos traducir esto en el trabajo de “despacho parroquial”) ocasiona innumerables molestias, mucho quehacer y dificultades tan grandes que ni siquiera soportan los jueces civiles. […] Descubrir lo justo es una tarea ardua, y es difícil que no lo corrompa quien lo encuentra. […] Además, hace falta muchísimo esmero para que el principio de la utilidad no llegue a ser motivo de un daño mayor. El médico que no corta bien una herida comparte la cólera a propósito de cada uno de los yerros que cometa aquel después de un tratamiento de este tipo. […] Escucha al bienaventurado Pablo cuando dice: Obedeced a vuestros jefes y sed dóciles porque ellos velan por vuestras almas como quienes han de dar cuenta (Hb 13, 17).28
Pues eso: nosotros tenemos que dar cuenta, porque nuestra vocación no es para nosotros: es de la Iglesia, y es para la Iglesia, que anuncia la Alegría del Evangelio en el mundo. Estos consejos de Juan y de Gregorio seguro que nos vienen muy bien en el día a día.
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1 Cf. Juan Crisóstomo, Diálogo sobre el sacerdocio, traducido por Juan José Ayán Calvo y Patricio de Navascués Benlloch, Madrid, Ciudad Nueva, 2002, 9-17.
2 Cf. Ibid., 17-22.
3 Ibid., III, 9; 84.
4 Ibid., V, 4; 141.
5 Ibid., VI, 3; 150.
6 Ibid., III, 10; 86.87.
7 Ibid., III, 10; 86.
8 Ibid., III, 11; 95.97.
9 Ibid., III, 11; 99.
10 Ibid., VI, 12; 164-165.
11 Ibid., III, 10; 89-91.
12 Ibid., VI, 8; 158-159.
13 Ibid., V, 1; 137-138.
14 Ibid., V, 2; 138.
15 Ibid., V, 8; 145-146.
16 Ibid., VI, 6; 155.
17 Ibid., VI, 8; 158.
18 Ibid., II, 4; 64-65.
19 Ibid., II, 1; 59.
20 Ibid., II, 3; 62.
21 Ibid., II, 4; 63-64.
22 Ibid., III, 11; 95-96.
23 Ibid., VI, 4; 153.
24 Ibid., III, 10; 92.
25 Ibid., V, 4; 139-140.
26 Ibid., V, 7; 144.
27 Ibid., III, 12; 103-104.
28 Ibid., III, 14; 107-110.
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